El día que mi padre cumplió 40 años (yo tenía 10), me escondí en el cuarto de baño para llorar. Estaba angustiada: mi padre era viejo. Él tenía tres hijos y la esperanza de que lo retiráramos cuando creciéramos. Bueno, eso lo decía medio en broma, como también decía que desheredaría al que no le diera nietos. En realidad, en nuestra familia de clase media había poco que heredar, salvo unos valores que intentamos aplicar en la medida de lo posible: "Sé feliz para hacer felices a los demás, no hagas daño ni permitas que te lo hagan a ti". Esos valores recibían el nombre de buena educación. La semana que viene mi padre cumple 67. Lleva su propia página web, hace libros sobre escuelas republicanas con dos amigos, los jueves come con mi abuela, los domingos con su suegra, va al cine con mi madre, cuya pensión, cuando se jubile, será sensiblemente inferior a la de él. El sueldo que percibimos mis hermanos y yo también es sensiblemente inferior a su pensión. Y no porque sea alta. Mi padre, que nos educó para que fuéramos libres e independientes, sabe que, lejos de retirarle, quizá en algún momento necesitaremos que nos eche un cable. Se resigna a no tener nietos, ¿cómo podríamos mantenerlos? Ya no valemos por lo que producimos, sino por lo que generamos. Y en este sentido, la clase media solo genera gastos. Creo que a mi padre se le rompe el corazón cuando intuye que nos haremos viejos sin haber sido mayores. Pero no es cierto que él fuera viejo a sus 40 años, porque sigue sin serlo ahora. Ni tampoco lo es que no saldremos adelante. Al contrario. La mejor ayuda, lo que nos salvará, es esa herencia. Eso a lo que, pase lo que pase, seguimos llamando educación.

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