A las pocas horas de conocer la victoria de Donald Trump el prestigioso escritor y periodista David Remnick, editor de New Yorker, titulaba el acontecimiento como una tragedia americana. Superado el shock y asumida la tragedia, seguir centrando las miradas en el estrambótico Trump es como mirar el dedo que apunta a la luna. Resulta más interesante y más útil para la comprensión, intentar entender a qué tipo de votantes ha atraído Trump y a cuáles no ha movilizado Clinton. Quizá descubramos cosas que nos resulten familiares.

Los datos --sorprendentemente ágiles y bien estructurados gracias a un Open Data digno de tal nombre-- nos dan un perfil del votante de Trump bastante definido. El candidato republicano fue más votado entre los hombres que entre las mujeres, entre los blancos que entre el resto, entre los de 45 años en adelante que entre los jóvenes, entre los no universitarios que entre los más formados. También fue el preferido entre aquellos cuyas rentas son de 50.000 dólares en adelante, entre los católicos y protestantes, y entre los que viven en el ámbito rural.

Junto a todos estos, hay tres datos que son clarificadores: En primer lugar, Trump gana con fuerza entre quienes dicen que su situación económica ha empeorado en el último año, aunque pierde entre quienes declaran que su principal desvelo es la economía. Y es que cuando pasamos al ámbito de las preocupaciones, Trump gana con claridad entre quienes manifiestan que sus desvelos son provocados por el terrorismo y la inmigración.

POR SI ESTO FUERA poco, y de forma claramente reveladora, Trump gana con un 83% entre aquellos que manifiestan que la mayor cualidad de un líder en estos momentos es generar un cambio. Un cambio, por supuesto, que conjure sus miedos.

El deseo de cambio en el electorado estadounidense ha estado por encima de los valores democráticos, de la cohesión social, de la capacidad en la gestión, y del propio sueño americano. Y este deseo de cambio ha sido capitalizado por un «triunfador» del sistema que lo cuestiona porque considera que su «triunfo» no lo es suficientemente porque hay barreras que se lo impiden: el Obamacare, los inmigrantes, el libre comercio, o la reducción de emisiones de CO2, entre otros. Apelando al miedo de aquellos a los que la globalización está cuestionando su status y bienestar, Trump ha recogido el voto anti-establishment convirtiéndose a sí mismo en todo un anti-establishment del aparato republicano: cuando significativos líderes republicanos, e incluso su jefe de campaña, se apartaban de él, estaban ayudando a construir al líder antisistema y reforzando su imagen de outsider de la política, ese sitio donde «todos son iguales». Trump no. Trump no formaba parte de ese sistema.

Pero estos datos por sí solos no explican el resultado de los comicios del pasado martes. La baja participación registrada en estas elecciones ha provocado que el candidato republicano haya ganado con menos número votos que los obtenidos por Romney hace cuatro años, pero también que Hillary Clinton haya cosechado seis millones de votos menos que Barack Obama en el 2012 y casi diez millones de apoyos menos que en las elecciones del 2008.

¿Ha ganado Donald Trump o ha perdido Hillary Clinton? No hace falta indagar mucho más para ver que la candidata demócrata no ha conseguido movilizar a su electorado ni ante la amenaza de tener a Trump en la Casa Blanca. ¿Cómo es posible? Un premio Nobel tiene la respuesta: Bob Dylan. Los tiempos están cambiando.

Una candidata continuista, representante del sistema como pocas, y con pocas o ningunas propuestas novedosas e ilusionantes, no podía de ninguna manera ganar esta apuesta. Habrán sido muchos los que se habrán acordado del viejo Sanders estos días, y de las dificultades que el aparato de los demócratas le puso para llegar a ser candidato.

LA CONFIANZa en el sistema necesaria para que nuestras sociedades funcionen de forma democrática está quebrada. La política ha dejado de ser algo útil capaz de solucionar los problemas cotidianos y de dibujar un horizonte mejor. El hilo invisible que une a representantes y representados se ha roto. Pero de esto no podemos sorprendernos: lo gritaban los indignados en las plazas españolas con su «No nos representan», lo hacían suyo otros indignados en céntricas ciudades europeas, lo replicaban en Occupy Wall Street. Por si esto fuera poco, los índices de participación en buena parte de las citas electorales no han subido ni aun cuando había deseo de cambio --rompiendo así una de las reglas de la predicción electoral--, y discursos xenófobos y fascistas han empezado a encontrar acogida entre las clases medias europeas que se sienten amenazadas. Si esto parece muy etéreo, ahí está el Brexit para concretarlo.

Desde que empezaron a emitirse estas señales obvias a los ojos de cualquier observador, se habrán celebrado centenares de congresos, miles de reuniones, megabytes de informes repletos de datos. En buena parte de ellos se habrá constatado, cuando menos, la preocupación por este fenómeno. Y sin embargo, aquellos que están cuestionados, no parecen estar haciendo nada por cambiar el rumbo.

Es imposible no recordar la escena en que el transatlántico Titanic se hunde, y la orquesta sigue tocando.

El próximo año tendremos dos nuevas pruebas: Francia y Alemania. O la orquesta deja de tocar o el barco se seguirá hundiendo en un océano crecido por el deshielo provocado por ese cambio climático que el presidente estadounidense niega. H

*Politóloga