Aestas alturas del año, cualquier texto que se titule apropiación indebida parece que vaya a hablar de Rosalía y el flamenco. En el arte me atrevería a decir que no existe la apropiación indebida, precisamente porque la creación está sujeta a tantas condicionantes que es imposible controlarlas todas. Carmen Martín Gaite, en El cuento de nunca empezar, le daba vueltas al plagio, y se daba cuenta de que no era algo tan sencillo, puesto que a ella, en un momento dado, la podrían haber acusado de haber plagiado -y con gusto, reconocía- a Natalia Ginzburg. Pero hay una apropiación indebida que no nos escandaliza tanto. Quizá porque, como siempre, afecta negativamente a esa mitad de la población ninguneada: las mujeres. La apropiación indebida de las ideas que surgen en las reuniones, en los despachos, tomando algo con amigos, en las redes. Sí, esa apropiación indebida. Cuando reflexionas en voz alta, tienes una idea sin desarrollar, la dejas suspendida en el aire,

Y unos días más tarde, alguien, digamos que un hombre, ha adaptado tu idea y le ha dado la vuelta: ahora es suya, ha escrito un artículo, o se la ha contado a su jefe (sí, en masculino), ha hecho unas declaraciones o incluso ha sido ovacionado ante el público con una idea pequeña, sin definir, nada, dos o tres pinceladas, que hace una semana era solo tuya. Sí, esa apropiación indebida silenciada: cuando una idea vale más cuando la desarrolla un hombre que cuando lo haces tú, y nadie te reconocerá como su autora. La apropiación indebida del machismo cotidiano.

*Escritora