Los días pasan hasta tal punto acelerados, llenos de noticias apresuradas y valoraciones urgentes, que la cita del 10 de noviembre de 2019 parece ya pretérito pluscuamperfecto. Ello supone que muy probablemente la opinión que yo pueda verter hoy aquí resulte obsoleta para cuando ustedes tengan la deferencia de echar un vistazo a este rincón de opinión. Por ello lo mejor será exponer mis ideas con el cuidado que exige la provisionalidad y someterlas al devenir de unos acontecimientos que están empeñados en seguir manteniéndonos en vilo.

Sea como fuere, hay varios asuntos que me interpelan: ¿por qué en menos de 48h se ha llegado a un preacuerdo que resultó imposible durante 6 meses?, ¿realmente era necesaria la convocatoria del 10-N?, ¿qué gana la democracia y qué la ciudadanía cuando las cosas se hacen así? Compruebo que la aritmética más simple sigue siendo la protagonista de la política nacional. Para algunos el 176 (ya saben la mitad de los 350 diputados que integran el Congreso más 1 para acceder así a la llave del poder) se ha convertido en el número mágico que todo lo arreglará. Yo, como pepita grillo que soy, de nuevo niego la mayor.

Hace no mucho aparecía en este espacio una mención a Drácula; hoy es Frankenstein quien me viene a la cabeza. Habida cuenta de los resultados arrojados por las urnas no estoy segura de que el recurso a «piezas sueltas», sin reparar en la importancia de su origen, objetivos e intereses hasta conseguir sumar 176 sea por sí mismo un éxito, entendido aquí éxito como salida (exit) de la situación de bloqueo que no parece tener intención de abandonarnos así como así.

Me inquieta que la preocupación de algunos se limite al resultado de esa adición Frankenstein pese a que tal suma, paradójicamente o no tanto, pueda acabar suponiendo una división, una división mayor aún de la actual. No seré yo quien se asuste por asumir que el conflicto forma parte de nuestras vidas, incluida por supuesto la faceta pública y política, no puede ser de otro modo dada la coexistencia de intereses opuestos en juego.

Pero sí seré yo una de las personas que teman los resultados de una suma sin proyecto, una escapatoria huérfana de horizonte por la variedad, cuando no contradicción, de las propuestas de los partidos (piezas sueltas) que serían precisos para alcanzar tal cifra. Como todos, siempre había identificado la suma como un proceso de crecimiento pero ahora se me antoja que también puede ser un perverso mecanismo de división.

El Derecho electoral, como todo Derecho, tiene más de medio que de fin y, si bien es verdad que habitualmente medio y fin se «contaminan» mutuamente, cuando fines y medios son confundidos o mezclados, convertidos en fines los que fueron ideados como recursos, las finalidades acaban desapareciendo de la escena y con ellas las posibilidades de dar respuesta apropiada a las necesidades para las que se previeron.

Mucho sabe esta época nuestra de ser rica en medios y paupérrima en fines, una época en que los medios no dejan de aumentar y mejorar mientras que seguimos sin ver claros a qué fines sirven y responden. Es difícil elegir bien el carril si la meta es desconocida y temo que algo o mucho de eso hay en nuestro presente político: fines y medios desdibujados en el arranque de un camino sin destino claro.

*Filosofía del Derecho. Universidad de

Zaragoza