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Alarma o excepción

Cuando se publique este artículo, llevaré, como muchos, 36 días confinado en mi casa, sin pisar la calle. En ese tiempo, he dado más de 400.000 pasos, he escrito dos capítulos completos de mis memorias -más de 10.000 palabras- comenzado el tercero, y he aplaudido desde la terraza 36 veces. Hablo por teléfono con algunos amigos y tengo tiempo para reflexionar sobre algunas de las cosas que están sucediendo en nuestro país.

La primera tiene que ver con la conveniencia de que el presidente Sánchez procure no endosarnos tantos discursos, por dos razones: porque no siempre nos dice la verdad -o solo nos cuenta la suya- y porque cada vez que habla a los españoles, nos clava o anuncia una quincena más de confinamiento. Los ciudadanos agradeceríamos algo de mesura, mucha imaginación y un poco de optimismo. Y lo más importante: que el Gobierno de este país tuviera claro que hay vida más allá del confinamiento, que actúe en consecuencia y explique lo que va a hacer, ahora y después.

Sin embargo, el Gobierno da la impresión de que está asustado o desorientado. Por ejemplo, ¿cuántos meses de crisis económica nos corresponden por cada quincena de confinamiento añadida? Los efectos pueden ser devastadores si se confirman los augurios del FMI. España, ya lo demostró en el 2008, es especialmente sensible a las crisis, las sufre con mayor virulencia.

Ante la situación que padecemos -la más grave en muchos años-, Pedro Sánchez suele hablar de guerra. Y no le falta razón cuando, cada día, a las doce, cinco personas nos dan el parte de guerra. De los cinco portavoces, dos son generales y otro un alto mando de la Policía. Blanco y en botella. Y Pablo Iglesias se queja del uniforme militar del Rey que, entre otras cosas, es el jefe de las Fuerzas Armadas del país.

Muchos españoles echamos de menos la presencia de otros portavoces que nos informen, con detalle, de las características de la pandemia, de las normas higiénicas que debemos seguir, del buen uso de mascarillas y guantes -en el supuesto de que haya para todos- de la eficacia de los test, de los equipos que trabajan para encontrar una vacuna o los antivirales. Creo que una pandemia del siglo XXI debería tratarse, a efectos informativos, de manera distinta a como, presumiblemente, se trató la mal llamada gripe española de 1918.

Tampoco estaría de más que algún experto economista nos fuera informando sobre lo que se nos viene encima cuando la curva del virus haya cedido. Si, como sucedió en la crisis del 2008, habrá colas ante los comedores sociales y si las aglomeraciones serán autorizadas por las autoridades competentes. Da miedo pensar que los que no mueran por el virus, puedan morir de hambre o de pena. Alguien debería decirnos cuál es el punto crítico entre el fin de la alarma sanitaria y el comienzo de la crisis económica. Una cuarentena rigurosa que dure más de tres meses supone la ruina para este país y un riesgo de desobediencia de la población. De momento, haremos los dos meses, sin que nadie atisbe la salida. Si, además, una ilustre dirigente de la Unión Europea considera la conveniencia de que los mayores estemos todo el año confinados, habrá que pensar si el coste merece la pena.

Todas las informaciones relacionadas específicamente con la crisis sanitaria y económica son más interesantes que saber a cuántas personas se ha multado, si Rajoy se ha saltado el confinamiento -menudos vecinos tiene- cuántos insolidarios han sido detenidos o si se ha impedido a un vecino ir al huerto a por patatas. Parece mentira que el Gobierno, que se define de izquierdas, dé sensaciones que rozan con un estado policial. Muchos tenemos la impresión de que el Gobierno está haciendo lo fácil, posiblemente lo único que sabe. Solo le ha faltado prohibir el virus vía decreto u ordenar su detención. Se nota demasiado que el Ministerio de Sanidad lleva 20 años sin ejercer las competencias transferidas a las comunidades autónomas. De hecho, el Ministerio de Sanidad se lo adjudicaron a un filósofo del PSC, precisamente por la escasa importancia política de dicha cartera, para «cuadrar» el Gobierno con Podemos. Y es precisamente la composición del Ejecutivo lo que hace muy difícil poder firmar algo parecido a los famosos Pactos de la Moncloa. Que no se engañe Sánchez o, al menos, que no nos engañe a los españoles, los pactos de Estado de este tipo solo los pueden firmar quienes acepten la existencia irreversible del estado de las autonomías y acepten, con todas sus consecuencias que, en Europa, el empleo lo crean las empresas y los autónomos.

El Estado crea funcionarios, que también son muy importantes. Basta ya de enfrentar lo público contra lo privado o aprovechar la pandemia para que algunos intenten poner el mundo al revés. Cuando esto acabe, serán de nuevo esos demonizados empresarios los que tirarán de la economía, crearán empleo y aguantarán la crisis lo mejor que puedan. De momento, alguno de ellos está teniendo un comportamiento ejemplar, muchos más de los que saltan a los medios.

La pandemia también afecta a las diferencias entre la España urbana y la rural. No se les puede tratar igual, ni en la paz ni en la guerra. Merecen un tratamiento diferente los 718 pueblos de Aragón donde viven 400.000 personas, que las trece ciudades con 900.000 habitantes. Es un mero ejemplo de que el problema debe analizarse desde muchos puntos de vista y no solo desde la simplicidad de un Gobierno al que -siento decirlo- le viene muy grande el problema del siglo. Lo que, más pronto que tarde, nos llevará a unas elecciones anticipadas para dar al pueblo la oportunidad de arreglar el mayor desaguisado político que España padece desde 1975. Veremos si el confinamiento ha dejado algún resto de energía para lograrlo.

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