Aún no hace una semana desde que Joaquín Carbonell nos dejó, elegido por ese cruel coronavirus que acechaba en la sombra para arrebatarnos un entrañable símbolo de la cultura popular aragonesa, en la que se integró de la mano de su querido maestro y compañero José Antonio Labordeta. Aunque, quizá, Joaquín no se ha ido; como suele decirse, solo ha cambiado de escenarios y permanecerá en nuestra memoria para siempre.

Personalmente, nunca olvidaré la entrevista que me realizó a raíz del premio que me había otorgado en Oviedo, en los albores de los años 90, el Colegio Internacional Meres, certamen presidido por el ilustre académico Emilio Alarcos. Acudí algo nerviosa a la sede de EL PERIÓDICO DE ARAGÓN, pero de inmediato su talante abierto y amistoso me infundieron serenidad y confianza; recuerdo que me recomendó la lectura de Juan Manuel de Prada, también galardonado en una edición anterior del premio, consejo que por supuesto seguí para disfrutar de una excelente literatura.

Por su parte, Joaquín Carbonell ha conseguido ser profeta en su tierra, donde ha sido objeto de numerosos y bien merecidos reconocimientos. Cantautor, evidentemente, pero también implicado en numerosas facetas artísticas y literarias, quisiera destacar su talante poético, muestra de una profunda sensibilidad, que unida a su sentido del humor incisivo y somarda, le distinguió a lo largo de toda su extensa trayectoria, en la que el amor a su tierra, que conocía como pocos, conforma otro rasgo notorio de su personalidad.

Cuando tanto devoto de ese poderoso caballero don dinero hormiguea por doquier, cuando facilidad y comodidad son objeto de veneración, se echa de menos a aquellos que un día fueron capaces de recorrer senderos ignotos con una guitarra bajo el brazo, camino de un pueblo olvidado a punto de desaparecer.