El Teatro Principal de Zaragoza ofrece este fin de semana una nueva y excelente versión de La casa de Bernarda Alba, producida por Celestino Aranda y dirigida por José Carlos Plaza. Extraordinario, coral e individualmente, puede considerarse el trabajo de las actrices: Ana Fernández (Angustias); Ruth Gabriel (Magdalena); Luisa Gavasa (María Josefa); Zaira Montes (Martirio); Rosario Pardo (Poncia); Montse Peidró (Amelia); Marina Salas (Adela) y Consuelo Trujillo (Bernarda).

Como extraordinario, naturalmente, seguimos calificando, disfrutando, el texto de Federico García Lorca.

Su portentosa intromisión en el gineceo de Bernarda Alba, donde rigen las más severas tradiciones de una España que siempre nos parece antigua pero al mismo tiempo real y, de algún modo, presente, nos sigue sacudiendo con preguntas sin respuesta sobre nuestra raíz ontológica y estructura social. Esas mujeres encerradas en una casa que es como una cárcel donde ni siquiera el aire tiene licencia para circular libremente, que se nos presentan enlutadas y con el alma cubiertas de velos que algunas aceptarán (otras querrán desgarrarlos) son parte de nosotros.

En el curso de la represiva educación que Bernarda ira impartiendo a sus hijas bastón en mano habrá algún momento de dulzura, de confianza, pero dándonos incluso más miedo que los propios castigos porque tras la sonrisa del monstruo sólo puede ocultarse la aceptación de su jerarquía tiránica. Cada una a su manera, las cinco hijas de Bernarda Alba interpretarán su despótica autoridad en la clave de sus instintos y sufrirán, gritarán, llorarán, se rebelarán con la fuerza, generosidad y desesperación de su juventud contra esas cadenas invisibles que parecen amarrar sus cuerpos y contra esas fuerzas superiores que agarrotan sus voluntades y almas, pues el destino juega en su contra.

Una lucha, la suya, tan simbólica como la que han celebrado, perdiéndola o ganándola, pueblos como el nuestro, en su historia de revoluciones y contrarreformas. Residiendo ahí, en esa obvia metáfora, buena parte de la trascendencia de un texto lorquiano que, representado una y otra vez con éxito sobre las tablas, nos recuerda sin piedad el origen de nuestros fracasos.