Es muy interesante seguir el rastro a la utilización que el término «carisma» ha tenido a lo largo de la historia, desde el Viejo Testamento al Nuevo hasta su incorporación al lenguaje socio-político a partir de Max Weber. Este autor identifica en las organizaciones sociales dos tipos de poderes, oponiendo al tradicional --burocrático, técnico y racionalista-- otro con características más irracionales. El carisma es una cualidad un poco sobrenatural que se asemeja a la Gracia religiosa, y de la cual son poseedores algunos sujetos llamados a ser líderes, tan confusa y difusamente ejemplares como misteriosos. Cela abominaba de su uso en política en los tiempos aquellos en que el carisma de Felipe González arrollaba pasados recientes, para pasmo de adversarios y hasta de versarios.

En tiempos de populismo, todo el mundo persigue el carisma como si fuese el oro de Klondike. El carismático conecta con nuestra humanidad, sea eso lo que sea, y convierte las sonrisas en votos que tintinean en las urnas como monedas cayendo sobre un caldero. Hay una cosa rara en el efecto que produce en nosotros y que solo acierto a llamar perfección sentimental. Quizá cada uno de los múltiples espectadores que somos, esas otras memorias que parecen reconocer algo suyo en las palabras ajenas, formen parte de una memoria más grande y sin sujeto. Un enorme puzzle con algún sentido. Un dibujo de verdad que sólo podemos intuir y al que algunos se acercan, tal vez por accidente.

Pero este mundo tan moderno engulle carismas a una velocidad vertiginosa. Los carismáticos ya no nos duran nada. No es suficiente decir abracadabra, estos hechizos no se compran ni se aprenden en Salamanca. Si así fuese, no quedarían almas en venta y nadie sería responsable de sus propios aciertos ni culpable de sus mediocridades.