En el arte de la tauromaquia es elemental, y en la lidia política también convendría, conocer la destreza del maletilla o principiante, para prever el posterior arte del maestro –o del gobernante– y poder así vaticinar un final lleno de apéndices auriculares o raquídeos e incluso un desmoñe o corte de coleta (la moña) ritual en presencia del respetable.

En política, la distinción toma a veces forma de estatua, de busto o de cuerpo entero, alivio de aves urbanas; o de rótulo para calle o avenida, olvidado pronto su porqué en el mediato sorteo político.

Ha surgido en nuestra democracia un remedo de la liturgia taurina: el desmoñe por abandono. Antaño, los taurinos finalizaban su recorrido artístico con el corte de la moña, de cara al respetable, al que ponían por testigo del final de su arriesgada carrera en la lidia. Moña que elaboraban y cuidaban los propios lidiadores y toreros en general, y no por nada: era una notable protección ante las posibles caídas, golpes o ataques sobre la zona cervicocefálica, la elegida en el toro para el descabello (y en los ajusticiados por garrote vil).

La moña pasó a trenza y, últimamente, a castaña postiza de quita y pon. Muy práctica. En jerga taurina (no inclusiva) el desmoñe es lo que ha hecho estos días un conocido personaje, moñeado a la antigua y verosímilmente antitaurino.

En efecto, los medios de comunicación informan en sus crónicas que uno de los más jóvenes espadas del ruedo ibérico se ha cortado la coleta, es decir, la moña. Se ha desmoñado. Brilló, pero su brega fue efímera y el maletilla –sigamos con el símil– no pasó de novillero efectista. Con picadores. Pero novillero.

Sin esfuerzo se inició en el ruedo ejerciendo en plazas y carteles improvisados, con desafío muy llamativo a la autoridad competente. Improvisando. De valor discutido en los tentaderos porque falseaba todas las suertes de ese arte verdadero que requiere cualquier actividad creadora. No supo pulir los lances, ni bajar la muñeca para ganarse al respetable que ingenuamente le seguía. Comenzó muy precozmente con falsos desplantes y torerías de baratillo que dejaron al descubierto orgullo, poco saber y escasa generosidad y respeto con sus colegas de cartel.

Tampoco trató bien al ganado, a menudo parlamentario.

Lances desafinados con el capote, faenas con ruido, pero repetidas, sosas, enredando en exceso con la muleta. Así y todo un presidente cateto –siempre hay alguno, incluso en plazas de primera– le concediera convenientes recompensas inmerecidas, lo que creó una falsa esperanza en los aficionados, pronto desilusionados al comprobar su escasa probanza de la testosterona que en ese oficio requiere la ejecución de la suerte suprema. Siempre hizo la suerte contraria. Nunca cumplió con lo que expresaba ni en forma ni en contenido, ni supo llevar el bicho al terreno que este requería.

El tocar pelo, pluma, papel y confort le animó a promocionar la suspensión de los festejos que le habían aupado en sus comienzos. Con la cara demudada, la tristeza, la impotencia y la desesperación en su rostro, indicó a Pedro, su padrino y apoderado, que abandonaba la fiesta. Después, en silencio, en la intimidad de Galapagar, a Irene le pidió el desmoñe. Y aún habrá quien lo llore.