El siglo XX dobló definitivamente el cuello ante el escurridizo significado de la palabra originalidad. Y el XXI no parece que vaya a levantarlo. Todo el mundo se moría por ser original. Algunos lo consiguieron: cráneos privilegiados, cadáveres exquisitos, estrellas del rock, etcétera. Pero la masificación de la originalidad como objetivo consiguió también que, al final, fuese el concepto de normalidad el que se volviese anormalmente elástico y acabase convertido en un barro espeso en el que todo se diluyó por igual.

Una de los asuntos manoseados con más frivolidad por esta especie de merchandising de las personas es la locura. A todo el mundo le gusta decir que está loco, pues ya hemos dicho que nadie quiere ser normal. Pero los locos de verdad están infinitamente solos y desatendidos en un mundo en el que no encuentran sitio. Son apenas una cuestión política en algunos discursos que generan risas. A la originalidad más cruda no la quiere nadie.

A lo largo de la historia el término «locura» se ha empleado en contextos tan diversos y para fenómenos tan distintos que el acuerdo semántico más pedestre ya solo sirve para definir aquellas variaciones de lo normal que entrarían dentro de lo extravagante. Pero el apartarte de lo normal sin remedio, no como adorno, te traslada a otros mundos no siempre felices y considerablemente más hoscos que el común. Son perpetuos desplazados sin demasiados campamentos en los que descansar.

Cada vez que te apetezca parecer original tildándote a ti mismo de «loco», recuerda lo que dijo Arturo Graf: «El de la locura y el de la cordura son dos países limítrofes, de fronteras tan imperceptibles que nunca puedes saber con seguridad si te encuentras en el territorio de la una o de la otra». Y estremécete por si algún día pasas de verdad esa frontera.