A nadie debe extrañarle que después de tan solo un mes de que se haya desencadenado el peor estallido social en 70 años las negociaciones entre el Gobierno de Colombia y el Comité de Paro se encuentren empantanadas. Tiene mucha envergadura lo que está en juego, hunde sus raíces en una larga historia de injusticia y ha encontrado en este siglo XXI a una generación que no parece dispuesta a transigir por nada que no sea un cambio de verdad. Ojalá sea así.

La movilización ha conseguido lo menos –tumbar la reforma tributaria que estaba en el origen de la protesta– y ahora apunta a lo más: un verdadero cambio de paradigma en el modelo de organización del Estado. Eso no se consigue en un día ni en un mes, sobre todo cuando lo que pretenden derribar los movilizados está fijado en el ADN nacional desde los tiempos de la colonia: un orden descaradamente favorable a perpetuar la riqueza de unos pocos y la pobreza de la mayoría. No es injustificado su recelo, habida cuenta de la larga tradición de promesas incumplidas y de la presencia al otro lado de la mesa de un presidente desprovisto de la consciencia histórica que reclaman las circunstancias.

Para que la negociación avance, ambas partes deben poner de su parte. El Gobierno, con un compromiso más claro contra la violencia policial, y los organizadores de la protesta, levantando los bloqueos que están desangrando la economía. Después, a negociar, y negociar significa ceder. Sí, de parte y parte.

Lo que no es de ningún modo aceptable es que continúe esta espiral de violencia que está sumiendo al país en una situación muy comprometida y en el que mucha población está sufriendo graves atropellos contra los derechos humanos. Colombia ha sabido reponerse de situaciones muy difíciles en su pasado reciente y ha demostrado una madurez política y social que le ha permitido superar graves conflictos. Ahora no puede ser menos. Toda la sociedad colombiana merece acabar con esta situación tan dura.