No hay razas, pero si racismos y racistas. El lector puede pensar que ¡vaya! otra vez con el racismo. Pues sí, oiga. «Si ustedes están cansados de hablar de racismo imagínense cómo estamos los que lo padecemos todos los días» ponía una pancarta en una reciente manifestación en París. De las bravatas, gestos, ideas y políticas racistas a darle tres disparos en el pecho a Younes Bilal en Mazarrón, hay un paso. Dicen que el agresor es un conocido con una larga trayectoria racista que descargó el arma al grito de «No quiero moros en el local». Y como no quería moros sacó el arma y disparó contra un marroquí que llevaba veinte años en España. En Moguer, Huelva, en Lérida, otro caso en Murcia… la última semana ha sido pródiga en violencia racista. No se nos olvida aquella dominicana llamada Lucrecia Pérez, asesinada también a tiros en Aravaca (Madrid) por militantes de extrema derecha, eso sí, encapuchados. Desde el asesinato de Lucrecia aumentan en España los delitos de odio. En 2019, los relacionados con el «racismo/xenofobia», son 515 casos, un 21% más según un informe del Ministerio del Interior.

El racismo se expande y se justifica desde el discurso político, desde las tribunas parlamentarias, desde algunos medios de comunicación. El radicalismo propaga discursos generadores de odio contra el diferente. El que los seres humanos tengan diferente color de piel, de pelo o sean más altos o bajos no significa que haya diferencias en términos psicológicos, sociales y culturales y muchos menos es justificable que se establezca quienes son inferiores o superiores, como mantienen los racistas. «Los emigrantes nos quitan la comida», gritaba una agresora en Murcia. O el trabajo dirían otros. Porque de eso se trata, de un conflicto motivado por la desigualdad, por el injusto sistema económico mundial y por la insolidaridad. Con el diputado Mbayé.