La decisión del Tribunal Constitucional de declarar por un estrecho margen (seis votos a cinco) inconstitucional la restricción de derechos llevada a cabo por el Gobierno de Pedro Sánchez para luchar contra la pandemia bajo el paraguas del estado de alarma ha generado un gran debate jurídico, polémica política y desconcierto entre la ciudadanía, justo en un momento en que las comunidades autónomas impulsan nuevas medidas coercitivas ante el auge de la quinta ola de la pandemia del coronavirus.

A falta de conocer los fundamentos jurídicos de la sentencia y los votos particulares de los jueces disconformes con la posición mayoritaria, el TC considera que el estricto confinamiento de 2020 fue inconstitucional porque no fue una limitación de derechos, sino una suspensión durante meses de la libertad de movilidad y circulación. Una decisión de este tipo, argumenta el tribunal, solo puede tomarse en el ámbito del estado de excepción.

El fallo genera polvareda política porque es interpretado como un varapalo al Gobierno de Pedro Sánchez. El recurso fue presentado por Vox, y el fallo ha sido precedido por filtraciones poco serias en un asunto tan sensible. La derecha y la extrema derecha vuelven a ver cómo sus posturas salen refrendadas en los tribunales. Es un capítulo más, además, de decisiones tomadas en los tribunales que afectan a la forma con la que las administraciones públicas gestionan la pandemia. Más allá de los efectos prácticos (aquellos que fueron sancionados por vulnerar el estado de alarma podrían recuperar el importe de las sanciones), la sentencia, las filtraciones y las reacciones ponen de relieve unas tensiones entre los poderes del Estado que van más allá de lo que podría considerarse razonable, e incluso sano, en un Estado de derecho.

Jurídicamente, el debate tiene muchas facetas. Es desconcertante que el Gobierno use una herramienta legal, imponga unas sanciones, y el TC, un año después, las anule. La conveniencia o no de recuperar del recurso previo de inconstitucionalidad es una de las reflexiones que surgen de la sentencia. Otro asunto a debatir es si, ante una emergencia sanitaria inminente como la que supuso la pandemia, herramientas como el estado de alarma o el de excepción, pensadas para escenarios muy diferentes al de la salud pública, son las más adecuadas. Urge más que nunca que el Gobierno y el Parlamento trabajen para adaptar a la Constitución las medidas sanitarias necesarias en pleno siglo XXI para afrontar una pandemia global de forma ágil y eficaz.

Los derechos y libertades de la ciudadanía no son asuntos que deban tomarse a la ligera. La distinta gradación de las herramientas legales (estado de alarma, estado de excepción…) y el refrendo político necesario para adoptarlas son salvaguardas necesarias en un Estado de derecho, así como el escrutinio legal. Que la pugna política haya desvirtuado el proceso de elección de los órganos judiciales y que, como lamentable consecuencia, la desconfianza en sus miembros haya tocado fondo ante la sospecha de politización extrema no es óbice para dar pábulo a discursos populistas sobre el estamento judicial o la separación de poderes. Tan cierto es que los jueces no deben dirigir la gestión contra la pandemia y que deben abstenerse de convertir sus autos en sermones políticos, moralizantes o epidemiológicos como que medidas como el toque de queda y el confinamiento obligatorio deben construirse y argumentarse de forma pulcra.

Más que nunca, pues, urge una ley que evite que los jueces deban ejercer de epidemiólogos, que las administraciones se sientan con las manos atadas y que la ciudadanía no sepa a qué atenerse en asuntos de tanto calado político, económico y social.