«A los españoles no les gusta hablar de la guerra», escribía Leonardo Sciascia –que habría cumplido cien años en 2021–, «no les gusta recordarla». En Horas de España (Tusquets, 1990) hablaba de su interés por nuestro país y de la experiencia formativa de la guerra, o más bien de la literatura de la guerra. Escribía de Malraux, de Orwell, de Jorge Guillén, también de otras cosas: del Quijote, de la Iglesia, de Cabanillas o González, de que para los españoles «sigue siendo vital el problema de ser españoles, de no quererse españoles, la búsqueda de una nacionalidad diferente, antigua y nueva». Tenía en casa tres grupos de libros ordenados: los que hablaban de Stendhal, los que hablaban de Sicilia y los que hablaban de España. A la guerra civil le dedicó un hermoso cuento, El antimonio, que iba a titularse inicialmente con un verso de Dante: Del honor de Sicilia y Aragón. Su visión, partidaria de la legalidad republicana, que presenta la resistencia al golpe como el comienzo de la lucha contra el fascismo en Europa, es mucho más compleja, inteligente y humana que el retrato maniqueo del recreacionismo actual,

Escribe: «El terror de hombre a hombre, entre vecinos, entre familiares, es propio de las guerras civiles: pero en España llegó a un paroxismo que se podría condensar en este paradójico y trágico precepto: mata a tu prójimo como a ti mismo. A ello se sumó lo que Malraux, hablando de Stalin, llama ‘pensamiento estadístico’: si yo elimino a un tal que conoció a un cual que conoció a un tal que conoció a un fascista, en el mundo se acabará el fascismo».

O: «En Belchite los franquistas resistieron desesperadamente. Como en Teruel. Se combatía casa por casa, de un piso a otro de una misma casa. Y lo que sabemos nos ayuda a leer esas ruinas, a imaginar aquel infierno. Hemos visto pueblos destruidos por terremotos, pero las ruinas de Belchite son otra cosa. En ellas se siente la guerra, la voluntad de muerte, el odio de hombre a hombre. Al dejarlo así para exaltar a quienes lo defendieron, Franco acabó dejando un monumento admonitorio para todos los españoles. Más que el Valle de los Caídos –con el que se pretendía representar el recuerdo de la espantosa tragedia, la amonestación y la lograda pacificación de los españoles y resultó, en realidad, un monumento faraónico de un fanatismo y una atrocidad estúpidos–, las ruinas de Belchite siguen siendo como un terrible testimonio de la guerra civil en el sentido en que Azaña la padeció: hasta ‘tocar desesperadamente el fondo de la nada’».