Resulta muy difícil comprender por qué no ha sido hasta los Juegos Olímpicos de Tokio –12 olimpiadas y 49 años después– cuando por vez primera, en el acto de inauguración se ha guardado un minuto de silencio en memoria de los 11 atletas israelíes que fueron asesinados –dos de ellos en el propio recinto de la villa olímpica– por un grupo de terroristas palestinos, durante la celebración de las Olimpiadas de Múnich 72.

Visto retrospectivamente, resulta incomprensible que aquellos Juegos no fueran suspendidos, lo que hubiera demostrado la unidad de todas las naciones contra cualquier acto terrorista, y en particular contra aquel que –costando la vida a 17 personas: 11 atletas israelíes, 5 terroristas palestinos y 1 policía alemán– fue cometido en el corazón de la más alta manifestación por la paz y la unidad de todas las naciones a través del deporte.

El 'show' debe continuar

De no haber sido porque fue grabada casi 20 años después, podría haberse creído que la tragedia de Múnich 72 inspiró la canción Show must go on / «el show debe continuar», que Freddy Mercury y su banda –Queen– grabaron en 1991. Y sí, el espectáculo –que no la celebración olímpica– continuó. Y los atletas, contrariados o convencidos, ya a su pesar u obligados por las autoridades de sus países (algunas naciones optaron por abandonar la competición) salieron al escenario. Pues de qué otro modo podría definirse al espacio de un estadio que había renunciado a su categoría de olímpico para acogerse al de privilegiado escaparate en el que las naciones, divididas en dos grandes bloques, podían mostrar (a través de sus deportistas) los logros de sus antagónicas políticas, plenamente conscientes de que el público vibra y se identifica con el éxito, pero desconfía y reniega del fracaso.

Partiendo de esta premisa, una de las disciplinas olímpicas a las que las grandes potencias, ya desde la Guerra Fría, prestaron –y siguen prestando– mayor atención, es la gimnasia femenina. Las razones son obvias: los ejercicios son muy complicados y exigen de una depurada técnica, son muy bellos en la evolución de las gimnastas para su correcta ejecución y sus protagonistas son mujeres. De hecho, la promoción de la mujer en todos los ámbitos de la vida –su empoderamiento– fue la bandera que desde el primer momento enarboló la revolución bolchevique a partir de 1917 como contrapunto al kinder, küche, kirche / «niños, cocina e Iglesia», en alemán) los roles que le habia otorgado a la mujer la sociedad tradicional.

De este modo se puede entender mejor que en la Olimpiada de Montreal 76, emergiese la figura de una desconocida atleta rumana de tan solo 14 años de edad: Nadia Comaneci, quien en aquellos Juegos se hizo con 5 metales, tres de ellos de oro. Comaneci fue la primera gimnasta femenina en obtener un ejercicio perfecto en unas olimpiadas, merecedor de un 10 que se reflejó en los marcadores como 1.0, pues nadie había previsto al programarlos que una gimnasta pudiera alcanzar la máxima puntuación.

Y 40 años después de Nadia, en los Juegos de Río 2016, sería una gimnasta estadounidense, Simone Biles (entonces de 19 años) quien acapararía la atención mundial, al alzarse con 5 medallas, 4 de ellas de oro.

Olla a presión

Con tales antecedentes, Tokio 2020 se había convertido en una olla a presión para la gimnasta. Pero Biles tomó la decisión de retirarse de todas las pruebas, excepto de la barra de equilibro, donde se alzó con el bronce. Resultado: ha sido la gran triunfadora de los Juegos. Y algo de premonitorio había ya en las palabras que pronunció en la Olimpiada de Río: «Yo soy la primera Simone Biles». Amén.

Pero después de Simone Biles ¿podrá el espíritu olímpico seguir resumiéndose en las tres competitivas palabras latinas: citius, altius, fortius (más rápido, más alto, más fuerte)? La pequeña (1,42 metros de altura) atleta estadounidense ha derribado –con su serena decisión, exenta de lacrimógeno sentimentalismo– anacrónicas y prepotentes actitudes del nacionalismo deportivo que durante décadas ha caracterizado a las olimpiadas. Y a cambio las ha dotado de un valor de universal humanidad, a pesar del deplorable lagrimeo kitsch con que la mayoría de medios de comunicación difundieron la noticia de su retirada.

Así mismo, la Olimpiada de Tokio ha sido la de la exaltación de la juventud. Ejemplo de ello: el skateboarding, disciplina por vez primera olímpica, siendo su podio femenino el más joven de la historia, con una media de poco más de 14 años de edad. Y lo mismo ha ocurrido con algunos de los medallistas españoles: Adriana Cerezo, plata en taekwondo con tan solo 17 años y Alberto Ginés (18 años) oro en la, también por vez primera olímpica, prueba de escalada deportiva.

Todos estos son algunos de los muy interesantes datos y hechos que nos ha aportado Tokio 2020, los cuales deberían hacer reflexionar a la sociedad, pero muy especialmente a los políticos en su toma de decisiones. Los tiempos cambian, pero –desgraciadamente– muy pocas veces las grandes decisiones de los gobernantes se ajustan a la realidad y a las verdaderas demandas de la sociedad. Por de pronto, en Tokio ha nacido un nuevo paradigma olímpico, expresión –a su vez– de una nueva sensibilidad que late a nivel mundial.