Hace unos días, Maurizio Molinari escribía en La Repubblica que la pandemia había debilitado las corrientes populistas en Europa y EEUU porque había quedado demostrada «la necesidad de un Estado para defender la salud pública». Al mismo tiempo, sin embargo, advertía que el extremismo radical de derechas había encontrado en la protesta contra las vacunas una vía de recuperación de sus postulados. Es decir, a lo largo de los días que vivimos en tiempo de covid, hemos experimentado al menos dos movimientos sociológicos. La percepción creciente de un poder útil que, a pesar de las imposiciones o, justamente, por las restricciones impuestas (¡y por el esfuerzo sanitario!), nos tenía que salvar del peligro inminente y, tras las primeras olas mortíferas, en el momento de la previsión futura y de los contrafuegos en forma de vacuna, la idea de que este Estado no solo no era necesario, sino pernicioso.

Hemos oscilado, pues, entre estos dos polos. La confianza ciega en el poder, porque no teníamos otra salida, y el temor de que este poder aprovechara las circunstancias para recortar derechos. La necesidad de protección y el miedo de un exceso de protección. Con la llegada masiva de vacunas, se abría otro panorama que no hacía sino exacerbar la confrontación. ¿Hasta qué punto el Estado, un Estado democrático, tenía la potestad de obligar a los ciudadanos? ¿Hasta qué punto podía ejercer un determinado tipo de chantaje para que la vacuna fuera no solo una solución sanitaria sino un imprescindible salvoconducto social?

Al negacionismo de la primera hornada –formado por un ejército poco disciplinado de charlatanes, milenaristas y pirados– se ha añadido una corriente que aprovecha el desorden imperante para sacar un determinado rédito. No es casual que al frente de los No Vax haya, en todas partes (desde Francia a EEUU; desde Italia al Reino Unido), liderazgos de extrema derecha. Es curiosa la estrategia de estos movimientos. Se levantan contra el poder omnívoro del Estado (con una táctica no solo populista y tendenciosa, sino aparentemente libertaria) cuando el objetivo final es precisamente lo contrario: agrandar las estructuras voraces de este poder.

El hilarante control a distancia a través de un chip, las variaciones en el ADN provocadas por los agentes maléficos que penetran en el cuerpo, o la atávica desconfianza en una ciencia que se ve como una pesadilla futurista, se concentran en unos argumentos que ahora se vuelven más poderosos (con más posibilidades de incidencia en la sociedad) cuando de lo que se trata es de protestar contra el pasaporte covid, que es percibido como un ataque a la libertad. Apenas son maniobras incipientes, pero el futuro inmediato se prevé conflictivo. Es una lucha establecida entre los beneficios de las Luces (que incorporan, es cierto, la presencia de un Estado sólido y regulador) y la atracción de una oscuridad que es medievalizante y anárquica y que puede generar, como ha pasado siempre, un nuevo orden de ascendencia apocalíptica.