Ha empezado otra vez el curso, con esa costumbre que tiene el tiempo de ser incansablemente cíclico. Todo lo que hemos pretendido ignorar en el mar de los veranos vuelve a llamar a la puerta y queremos abarcar tareas procrastinadas, limpiezas de armarios y análisis de todos los telediarios. Cánovas del Castillo decía que, en política, lo que no es posible, es falso. En la vida pasa igual. Nos cuentan ahora nuestros próceres nacionales e internacionales que no se puede controlar el precio de la luz, que no se puede hacer nada en Afganistán y que la vida es así, oye.

Pero la vida seguramente no es así; la han hecho así. Y parece que ahora a uno no le queda más remedio que entonar el clásico «me avergüenzo de ser occidental» aunque no haya tenido posibilidad alguna de influir en las decisiones profundas y en las acciones que trajeron estos polvos y lodos. Entre las discusiones de expertos y expertillos sobre las causas de tales efectos se oye el eco lejano de antiguos bizantinos discutiendo del sexo de los ángeles mientras los otomanos ponían cerco a Constantinopla. Y la pasión (solo dialéctica) se expande como en una orgía rara mientras cada cual arrima el ascua a su sardina, acompasado por las palmas de su clá.

Analizar lo que ha pasado, o intentarlo, está muy bien, pero a mí me gustaría saber qué va a pasar ahora, si hay algo que hacer con la luz, con Afganistán y con el futuro, además de tener que avergonzarnos de todo personalmente. La humanidad en general debería olvidar las adhesiones incondicionales a sus amados líderes y recordar a La Rochefoucauld cuando dijo aquello de que un ser inteligente puede estar enamorado como un loco, pero nunca como un tonto. Sin embargo, a veces lo evidente es imposible, y entonces también es como si fuera falso. Otro día intentaré hablar de esperanza.