Al comienzo de este verano una línea optimista se dibujaba en el horizonte con respecto al anterior. El primer cálido sol resbalaba por nuestras espaldas invitándonos al paseo. Los músicos callejeros ponían color al incipiente verano. Las terrazas con tertulias y cervezas se desparramaban acotando aceras y calzadas. El número de vacunados cada vez era mayor y la confianza se asentó en quién pudo quitarse el miedo y el desasosiego alojados desde la pandemia. El verano avanzaba y la luz del sol se imponía, nos cegaba, se quedó frente a la tierra dando sombra a nuestros pasos, el implacable astro se convirtió en un furibundo globo abrasador. El personal, ante la imposibilidad o la dificultad de poder viajar allende los mares, huyó hacia el mar y la montaña, las playas se llenaron manteniendo distancias no siempre de seguridad; los madrugadores posicionaban sus sillas y sombrillas, sin ser utilizadas, construyendo barreras en la orilla del mar, las autoridades las fueron quitando, entendiendo los okupas que se les había acabado el chollo, de momento. La montaña fue colonizada con riadas de excursionistas, las malas prácticas de algunos aficionados engrosaron las listas de accidentados. Ciertas rutas se convirtieron en pase usted primero, no, usted. Las patrullas de rescate tuvieron jornadas intensas por lo que, vaya desde aquí, nuestro mayor reconocimiento por las ayudas que prestaron.

Este verano los pueblos brillaron especialmente, los urbanitas que proceden de zonas rurales, llegados a estos estados de prevención enclaustrada, recordaron que el pueblo puede ser un lugar ideal que les proporciona mayor libertad de espacio sin mascarilla, cierta normalidad y desconexión – sí, eso suele ser una pega, el wifi a veces no llega–. Los hay también que, no teniendo pueblo vinculado, vieron la posibilidad de otra opción vacacional, la naturaleza en esta primavera brotó exuberante en las tierras vaciadas. Los pueblos se triplicaron de gente, los clubes sociales volvieron a despertar, las plazas fueron escenarios de encuentros musicales, ferias y artesanías, las noches frescas iluminadas de color ambarino convertían en oro el agua de las fuentes. Este escenario bucólico no fue tal en otras zonas, el humo negro y el fuego provocado de manera casual o intencionada se expandió por centenares de hectáreas dejando desolación y tristeza. Se oía decir a la gente que este verano estaba siendo muy raro –quizá sea que nos sentimos raros y enojadizos sin ser muy conscientes–. En las ciudades las altas temperaturas ablandaron el asfalto, las olas de calor hicieron parpadear los termómetros y las piscinas se convirtieron en cocederos de bañistas. Las calles se vaciaron, los salones de las viviendas y el aire acondicionado fueron refugios de largas sesiones de series en Netflix, solo la noche se pobló de nocturnos cubatas con risas y palabras en alto voltaje.

Vinieron las lluvias con numerosas tormentas, una especie de enfado meteorológico caía por torrentes, pueblos y calles para hacer flotar la gravidez de la vida, estas aguas vinieron acompañadas de una mayor desgracia, las terribles noticias acaecidas en Afganistán nos devolvieron a una realidad de muerte, esclavitud y violencia imposible de entender en nuestra época de civilización. La deshumanización avanza, un pesimismo difícil de digerir, habrá que recordar que una vez hubo paz o solo es un espejismo.