La muerte repentina de una muy querida amiga, joven y bella, me ha golpeado con esa fuerza ciega con la que la vida nos castiga a veces. Antes incluso que el sufrimiento, nos inunda la perplejidad. Debe de parecerse un poco al «estupor que nace con la herida» si una lanza te atravesara por fin en cualquier batalla. Y después de eso llega el dolor de verdad, que es síntoma de vida, lo que a ella ya se le ha negado para siempre. Y uno quisiera tener tiempo para hacer lo que no hizo, para decir lo que no dijo y para pensar en lo que no pensó cuando creía que el tiempo compartido no estaba tasado. Pero no podemos vivir permanentemente enloquecidos por la idea de la muerte. Querida Inma, no te tocaba aún. No podíamos saberlo. Disculpa nuestras faltas, comprende que estábamos vivas. Recuerda, si puedes, lo bien que lo pasamos a veces. Lo agradable que era verse cada día como si los finales no fuesen cosa nuestra. Y no lo eran, te faltaba mucho por hacer y sentir. La última vez que quedamos, este último verano de tu vida, te despediste dispuesta a regresar, como si volver a verse fuera lo natural, y eso era lo acertado aunque ahora sepamos que estábamos equivocadas.

La muerte deja una tristeza y una rabia y unas ganas locas de escribir tu nombre en las paredes, para que no te olviden, para no olvidarte. Estuvo entre nosotros una mujer llamada Inma, nos acompañó, nos alegró los días, buscó el amor, corrió por las calles de esta ciudad de madrugada. Y vamos a recordarte porque yo, como Maya Angelou, también «aprendí que la gente olvidará lo que dijiste, la gente olvidará lo que hiciste, pero la gente nunca olvidará cómo los hiciste sentir». Gracias por eso, gracias por tanto. Si «morir es una noche salvaje y un nuevo camino», penetra en él con la sonrisa que recordamos. Sit tibi terra levis, querida Inma.