Entro en el tranvía y descubro con alegría que hay varios asientos libres. Me siento en uno de ellos, saco una novela de mi bolso y me pongo a leer. Sí, soy un hombre pegado a su bolso; no voy casi nunca sin él. Llevo dentro siempre algún libro (para leer), algún cuaderno (para tomar notas y pergeñar columnas), una agenda (para intentar cuadrar mi vida), mascarillas de repuesto (por si se me rompe la titular), bolígrafos, rotuladores… Qué gran invento el bolso. Cabe de todo.

Mientras leo la novela, mi mente vuela. Como el tranvía. Levanto la vista y observo a los demás pasajeros. Todos están mirando su móvil. Todos, sin excepción. Soy el único que no mira su móvil. No obstante, de no estar leyendo un libro, también lo estaría mirando. Somos esclavos de los móviles, desde luego. ¿Cómo hemos llegado a esto? Como para dar énfasis a la pregunta retórica, me suena el móvil de pronto. Algo avergonzado, como pidiendo perdón al universo, lo saco y respondo. Es mi madre; me comunica a gritos que ha hecho tequeños de queso (tradicionales de Venezuela, que me encantan, y a mis hijos también), que me pase a por ellos cuando quiera y que le lleve algún 'tupper', que seguro que tengo más de uno que todavía no le he devuelto y que qué va ser ella sin sus 'tuppers' mágicos (que llegan vacíos y salen llenos).

Mi madre habla a gritos siempre por teléfono (en el fondo no confía en las nuevas tecnologías). Le digo que me paso en nada, muy agradecido, y cuelgo sabiendo que la conversación la han tenido que soportar todos los sufridos pasajeros del tranvía. Me tengo que bajar el volumen del móvil. Pero luego me digo para mis adentros: ¿Y si lo bajo demasiado y no me entero cuando me llaman? ¿Y si me pierdo alguna llamada trascendental? Soy un esclavo del móvil. Humillado, vuelvo a la novela.