Las dos ciudades más importantes de mi vida, Fraga y Zaragoza, celebran estos días sus fiestas del Pilar, los días grandes de dos localidades que, como el resto, lleva dos años sin celebraciones por culpa de la pandemia. Sí, celebran sus fiestas, aunque sea con aforos restringidos y algunos actos típicos de estos días se hayan suspendido. Hubo un empeño, afortunadamente superado, de emplear eufemismos para que no pareciera que hay fiestas, pero por suerte al final no han calado en el subconsciente colectivo. Llamar semana cultural a las Fiestas del Pilar, o agenda de actos, o cualquier otro nombre para que parezca que no hacemos lo que en realidad vamos a hacer estos días solo se ve superado en ridiculez a tapar con una lona o algo similar a los oferentes que, en menor número que otros años, llevarán flores a la Virgen del Pilar el próximo martes.

Que los ciudadanos no llamen semana cultural a las fiestas significa que aún queda algo de sentido común entre los ciudadanos que no se dejan llevar por el bizantino lenguaje político. Para que no hubiera fiestas no tendría que haber actos. Y los hay, y muchos, con el permiso de la autoridad sanitaria competente, a pesar de que esta ha prorrogado hasta el 31 de octubre la suspensión de las fiestas patronales. Mientras, vuelve el baile legal a Madrid, Valencia y Cataluña y probablemente también habría llegado a Aragón si su capital no celebrara estos días su semana grande. En cuanto pase, se dará un paso más hacia la normalidad.

Obviamente, hay fiestas aunque no quieran que se diga, con distancia social, y con el deber de tener que invocar al respeto y al civismo. Hay que tener siempre bien presente que la pandemia, aunque en aparente retroceso, todavía está azotando y hay gente que está sufriendo todavía en las ucis. Pero si asumimos que puede haber un repunte tras estas fechas, también debemos asumir que el Ayuntamiento de Zaragoza ha organizado actos para que la semana cultural se parezca bastante a unas fiestas.

Un aspecto estrechamente relacionado con este es el de las consecuencias del esparcimiento nocturno, el de las ganas de divertirse y el cambio sociológico que ha traído la pandemia y las restricciones con la manera de encarar el legítimo derecho a descansar con las consecuencias de una noche de juerga. Durante meses se reivindica el derecho al trabajo del ocio nocturno, se cuestiona el toque de queda, se incide en que los pobres jóvenes lo están pasando mal porque llevan un año sin poder divertirse y en cuanto se levantan mínimamente las restricciones se produce la catarata de comentarios a la contraria: ruidos en la calle, jóvenes gamberros haciendo botellón, agresiones, escándalos... dando una imagen que no es real. En la cultura de la queja, uno puede llegar a quejarse por una cosa y la contraria. La primera noche de esa supuesta semana cultural en Zaragoza se saldó con siete, ¡siete!, actuaciones «de carácter preventivo», cuatro denuncias y un botellón de 300 personas en Valdespartera. En una ciudad que estos días superará los 800.000 habitantes. Visto lo visto en otras ciudades como Madrid, Barcelona, Sevilla o Pamplona, Zaragoza es una ciudad muy formal.

Toda actuación incívica es moralmente reprochable y administrativamente sancionable, pero hay que poner todo en su medido contexto y considerar que el jaleo en algunas zonas de la ciudad, con el lógico malestar de algunos vecinos que tienen todo su derecho a exigir respeto, está directamente relacionado con la multitud que quiere salir por la noche. El equilibrio es complicado, pero también es desproporcionado generalizar y considerar que Zaragoza es una ciudad sin ley. Hay impresentables en momentos puntuales y hay una generalizada ola cívica. Si a una sociedad se le trata como niños, se acaba comportando como tal.

A veces, sin embargo, parece que se traslada una sensación contraria. Llenar la calle de patrullas o incluso drones que vigilan el cigarro clandestino o las actitudes incívicas son muy efectistas, pero pueden provocar el fenómeno contrario al deseado.

Felices fiestas.