Mis amigos de Latinoamérica se sorprenden por el esfuerzo que nos cuesta aquí pronunciar un «por favor», un «perdón» o un «gracias». Es más que parquedad en el lenguaje, es un resto de orgullo hacia lo que consideramos debilidad y que nos impide disfrutar experimentar el gozo de disculparse y de agradecer.

Estos amigos saben que nunca conquisté América. Les he explicado mil veces que esa fue empresa de los reinos de Castilla y de Portugal, que, como aragonés, ni colonicé ni exterminé, esa es la pura verdad. Pero, tal vez, como europeo del siglo XXI tenga ciertas responsabilidades congénitas. Así que vayan por delante mis excusas por haber emigrado en masa y sin papeles, por haber ocupado sus tierras, explotado sus recursos y ninguneado su cultura y sus lenguas.

Expresar nuestro dolor sincero no nos empequeñece y permite a la otra parte liberarse de la carga envenenada del resentimiento. Las víctimas precisan ordenar sus emociones y, para ello, es preciso que alguien les pida perdón. Hablo de todas las víctimas, que no entiendo por qué se hacen distingos: la india del Altiplano, el huérfano del País Vasco, los nietos de quien yace en una cuneta… todos ellos, piden un gesto sencillo.

No he disparado a nadie, pero es cierto que acostumbraba a cambiar de canal, harto de la cotidianidad del terrorismo. Pido perdón si, por mi silencio, sumado a millones de silencios, alguien se sintió abandonado. Pero, sobre todo, deseo agradecer a quienes en la sombra trabajaron por el diálogo, soportando cada cual las pedradas de su bando. Alguien debería advertir a algunos políticos que eso es una canallada y que, sin negociación, tal vez hoy ellos serían los muertos. Tampoco he masacrado, ni en América ni en África ni en Asia, pero necesito dar las gracias, especialmente a los países que fueron colonia de este Primer Mundo. Nuestra sociedad del bienestar, nuestro acceso a la sanidad y a la educación, han sido posibles, en gran parte, gracias a los recursos gratuitos, a la esclavitud, a la inmigración, gracias, en suma, a los ancestros de quienes tratan de alcanzar nuestras costas en patera. No cuento ni con una molécula de ADN de quienes expoliaron el Congo, pero, por si acaso, pido perdón a su población y, sobre todo, doy gracias por ser un europeo que escribe esto, cómodamente instalado en un tren.