Nos consumimos a nosotros mismos hasta la extenuación. Eso fue lo que me dio a entender Narciso cuando me topé con él, en una de tantas cafeterías que pueblan toda ciudad que se precie. Yacía tan absorto en la tarea de contemplar su reflejo en el interior de la taza que lo escoltaba que apenas se enteró que me sentaba junto a él.

–A la gente ya no le importo– me espetó. En el mundo de lo efímero, en el que los valores y las certidumbres de hoy, mañana se habrán desvanecido, la única meta es el yo oportunista. Y ya sabes, la razón es lenta, pero la pasión es rápida, y más si esta es por uno mismo. Antes, todo el mundo conocía mi historia. Hijo de la ninfa Liríope de Tespias y del dios fluvial Cefisomi todos sabían que me buscaba en el reflejo de los arroyos para apreciar el objeto de mi deseo. Pero ahora, en la era del éxito social, la gente se ha olvidado de mí, ocupados como andan en adorarse a sí mismos y resaltar su popularidad y su aparente felicidad. Míralos, «vulgares yos» embriagados de su «yoísmo» vagan encadenados a su vanidad y hacen de esta su bandera y su condena, su causa perdida, la del «porque yo lo valgo». Y no, para esta pandemia del narcisismo no habrá vacuna, y te lo digo yo que si de algo sé es de mí mismo. Mientras la gente no sea capaz de dejar de hipotecar su vida para comprar un poco de fama inocua con la que regar sus narcisos, la profecía del «porque yo lo valgo» seguirá inspirando a su ombligo. Y entre tanto engreído, ¿a mí que me queda?

–Bueno, supongo que, a día de hoy, entre tanto narcisista que anda empeñado en construir enormes templos en los que adorarse, nos hayamos olvidado de lo pequeño que realmente somos. Pero la medicina del «nosotros» siempre podrá sanar la enfermedad del «yo».

–Eres un ingenuo –me soltó a bocajarro–. A ese «nosotros» hace tiempo que el «yo» le dio sepultura. Y ahora déjame en paz, que tengo que llenar mi ego hasta que rebose de mí mismo y me pueda volver a ahogar en él.

Y ya no se dignó a cruzar más palabras conmigo. Ni siquiera levantó la cabeza para despedirse. Se conformó por sustituir al café por el móvil y zambullirse en él, como si el mundo entero hubiera dejado de importarle. Claro que, probablemente, nunca le había importado demasiado.

Ya en la soledad de mi madriguera y guiado por el «Eco» de sus palabras, me dio por buscar el pasaje en el que el bueno de Ovidio describe el momento en que Narciso ve por primera vez su reflejo e, incapaz de reconocerse, acaba por enamorarse de sí mismo: «Se ansía, imprudente, y es aprobado el mismo que aprueba y mientras busca es buscado, y a la par incendia y se quema. ¡Cuántas veces a fuente falaz dio inútiles besos! (… ). Esa es la sombra de tu reflejada imagen que miras. Nada esa tiene de sí; viene y permanece contigo; contigo partirá, si tú partirte pudieres».

Al terminar, no me quedó más remedio que acudir a mi espejo para encontrarme con mi Némesis para ver si me reconocía en él. Un tipo extraño apareció.

– ¿Y tú que miras? –le dije…

Pero nada, oiga, todavía estoy esperando a ver si me contesta.