Hemos entrado de puntillas en el 2022, pensando que un año con tantos patitos no se nos puede dar demasiado mal. Fiel a la tradición, al comenzar el año me he planteado algunos propósitos para este enero (a febrero no llegan). Ir más al gimnasio, por ejemplo. Es un clásico, fácil de cumplir; desde luego, acudir más que el año pasado estimo que será relativamente sencillo. Sigamos. Leer más, escribir más, ir más al cine, al teatro, a conciertos... Todo más. ¿Beber más, fumar más y drogarme más también? No, no, eso no hace falta. Sigo. Viajar más. Y no solamente con la imaginación. Que la imaginación está muy bien, dónde va a parar, pero a veces necesita alimentarse, paradójicamente, de realidad. Y amar más (así, en general).

Claro que sí. Empiezo el año positivo (de ánimo, eh, que no cunda el pánico). Empiezo el año optimistamente, quiero decir. Y eso que el inicio no ha sido como para tirar cohetes. La Lotería del Niño no me ha tocado. Ni me ha rozado, vamos. Y era de esperar. Sin jugar ningún número, que me tocara algo sería ciertamente insólito. Algún año habrá que jugar, para variar (propósito para el próximo año, venga, anotado). Además los Reyes Magos me han traído carbón. Por malo. Aunque tal y como está el precio de la luz, el carbón es bien recibido. Y si es dulce, pues mejor; a nadie le amarga un dulce. Sin embargo, demasiado dulce puede empalagar, reflexiono tras comerme el roscón de Reyes. Este año me ha sentado bastante mal. No me ha tocado la figura (no me he coronado ni con el roscón, soy un desastre total) y el haba, que sí me ha tocado, y eso que repartía yo, me ha recordado lo tonto que soy. En fin, que me he deprimido con la tontería y ya no sé si abandonar todos los propósitos, antes siquiera de empezarlos. Lo de todos los años. En estos tiempos, me digo, tener propósitos de año nuevo es un despropósito.