Busco en el diccionario de la RAE el significado de la palabra «banco» y, entre las distintas acepciones que contiene, pues se trata de una palabra polisémica, dice que «banco es una empresa comercial que realiza operaciones financieras con el dinero procedente de accionistas y clientes»; y que también se llama banco al «edificio, local u oficina en que una institución bancaria atiende al público». La evolución del concepto actual de banco se remonta al Renacimiento y la aparición de las primeras entidades administradoras de capitales y en disposición de prestar dinero a terceros con unas determinadas condiciones de devolución.

Servicios restringidos

Es en las últimas palabras de la definición (oficina en que se atiende al público) en las que quería detenerme. Asistimos a una interesante polémica sobre la atención que prestan los bancos al público en general. Pero no se trata de un problema nuevo (hace ya años que los bancos han ido restringiendo los servicios presenciales que prestan tanto a sus clientes como, sobre todo, a los no clientes). En mi opinión, desde la desaparición de las cajas de ahorro, lo que lleva a que la «banca de los pobres» no la hace nadie (recuerdo que hace años los bancos prácticamente solo trabajaban con las empresas mientras las cajas de ahorro eran quienes atendían a los asalariados y a los más humildes).

La chispa que ha reactivado este conflicto ha sido la iniciativa del valenciano Carlos San Juan de Laorden, que inició una petición en la plataforma change.org en la que reclama una atención humana para los mayores. Una buena parte de la población de más edad ha tenido que arremangarse durante años y años para construir un patrimonio propio. Y ahora, cuando quieren acceder a sus ahorros, moverlos, hacer un ingreso o simplemente comprobar cuánto tienen, no se ven capaces de interactuar ni con los cajeros ni con el batiburrillo de aplicaciones, contraseñas y autenticaciones que conforman la operativa digital de los bancos, asequibles para una mayoría acostumbrada a la hiperconexión, las compras electrónicas y las redes sociales, pero ininteligible para los que llevan una vida analógica al margen del universo paralelo de internet. Y no todos tienen ordenador o teléfono para bajar la aplicación. Eso sin contar con facilidad con que te pueden engañar (con un simple enlace se pueden meter en tu cuenta).

El cierre de oficinas y la limitación de horarios de atención al público afecta de manera preferente (aunque no exclusiva) a este colectivo de mayores con nivel económico no elevado y con falta de formación financiera. Muchos de los servicios y necesidades que más demandan esos colectivos se concentran precisamente en los menos sofisticados (operaciones de caja, recibos, actualización de movimientos, inversiones sencillas, etcétera).

Se trata de una nueva forma de exclusión, exclusión financiera, que se da tanto en la España vacía, donde el cierre de oficinas priva a las personas de servicios bancarios físicos, como en áreas urbanas incluso grandes, donde bastantes clientes carecen de formación digital y sufren la ausencia de atención personal (desgraciadamente, esta situación no es exclusiva del sector financiero: por ejemplo, los servicios sanitarios tienen una problemática con algún parecido en los colectivos antes señalados que, a menudo, requieren apoyarse en personas más jóvenes que tengan las capacidades necesarias).

Nos derivan hacia los cajeros automáticos, internet o las aplicaciones para móviles, pero la complejidad de algunas de estas aplicaciones las convierte en «una tortura». Por no hablar de los problemas de seguridad que conllevan las operaciones en los cajeros: si escribes en Google «atracos en cajeros a pensionistas», te encuentras con 380.000 resultados. Aparte de que más de 1,6 millones de españoles viven en municipios donde no hay sucursales (tras la crisis del sector, han desaparecido más de la mitad de las oficinas desde 2008). Los bancos ofrecen un servicio esencial y nadie puede quedar excluido. No puedes recibir una nómina ni pagar recibos sin una cuenta en el banco.

Al mismo tiempo, se ha producido una importante reducción de la plantilla de los bancos, un recorte que pocos se atreven a dar por terminado pese a haberse cobrado ya más de 100.000 bajas. Curiosamente, las empresas lo presentan como un proceso de transformación digital para ganar eficiencia.

Opinión pública

La presión de la opinión pública ha obligado al gobierno a mover ficha. Así, recientemente, la vicepresidenta Nadia Calviño se ha reunido con el presidente de la Asociación Española de Banca (AEB) y representantes de otras instancias bancarias (entre ellos, el director de Conducta de entidades del Banco de España, Fernando Tejada), para abordar conjuntamente la urgencia e importancia de garantizar la inclusión financiera de toda la sociedad, incluyendo a nuestros mayores. Incluso el Defensor del Pueblo, Ángel Gabilondo, ha tomado cartas en el asunto. Y no estaría mal que también lo hiciera el ministro de Consumo: a ver si en esto los partidos de la oposición también ponían algún obstáculo, pues seguro que entre sus votantes hay muchos que sufren los mismos problemas.

Las patronales bancarias repiten que, pese a los cierres de sucursales, España sigue siendo uno de los países más bancarizados. Señalan que la digitalización de la banca está ocurriendo a escala global y rechazan asumir en solitario el coste económico que supone atender a los mayores y estar presentes en pueblos con escasos clientes. Dicen que hacen todo lo que pueden, que no es su responsabilidad, sino de las administraciones... De nuevo, intentan ponerse de perfil ante el problema que ellos han generado y reclaman la «ayuda» del Estado. Ya les hemos rescatado una vez, a cambio de nada. No quieren admitir que, aunque sean empresas privadas, tienen que dar ese servicio. Habría que implantar una regulación estricta de servicios mínimos, deberían establecerse líneas telefónicas especiales y con atención personalizada, destinar más recursos a la atención presencial... Pero ya estamos acostumbrados a que, al final, la banca siempre gana.