Estados Unidos de América. Año 2016. Donald Trump es declarado ganador de las elecciones presidenciales. Cuatro años después es reemplazado en las urnas, después del lamentable ataque al Capitolio.

Rusia. Año 2000. Vladímir Putin gana sus primeras elecciones. Desde entonces, como presidente o como primer ministro, no ha abandonado el poder y lo tiene prácticamente asegurado hasta 2036. Para entonces, si llega, tendrá 84 años.

Mientras Trump tuvo que irse a su casa por imperativo electoral, su admirado Vladímir, sigue ahí, como el dinosaurio, 22 años después, con todas las trazas de perpetuarse como un tirano megalómano de aspiraciones imperialistas.

Aspirante a emperador

Esta es la diferencia: a Trump, otro aspirante a emperador, pudieron moverlo las urnas. En Rusia no hay democracia real ni libertad de expresión ni nada parecido que impida o dificulte los desmanes de su presidente. Por imperfecta que sea, una democracia siempre es mejor que una dictadura. Por perfecta que parezca, una dictadura siempre es peor que una democracia.

Si Europa quiere librarse de peligros como el de Putin no le queda otro remedio que el de apostar de verdad por la democracia, aunque le cueste dinero, aunque le cueste dígitos de crecimiento, aunque los europeos tengamos que pasarlo un poquito mal, bajando la calefacción o pagando más por la gasolina. ¿Qué es eso al lado de una guerra abierta? Ceder a las pretensiones de Putin y otros dirigentes parecidos implica a medio plazo cederles terreno (literalmente) y convertirnos en sus esclavos.

Gregor

La naturaleza de las sanciones impuestas a Rusia abre un debate muy interesante sobre el papel de los ciudadanos a la hora de mantener en el poder a determinados líderes. Puede ser que la única forma de librarnos de Putin sea la presión interna que los propios rusos ejerzan sobre su presidente. Si esto es así, es extremadamente importante diseñar muy bien la presión sobre Rusia para convencer a los rusos en todos los niveles (oligarcas, intelectuales, activistas, dirigentes, artistas, deportistas o simples ciudadanos) de que es mejor vivir en libertad que bajo la despreciable tiranía del Vladímir de turno.

Hay algo de justicia poética en la globalización: ofrece multitud de instrumentos de presión para que los ciudadanos exijan a sus gobernantes actitudes éticas y razonables, aunque para ello sea necesario utilizar la vía coercitiva. Esos instrumentos consisten sobre todo en la posibilidad de negación de acceso a bienes y servicios sin los que ya no es fácil vivir: internet y todo lo que el acceso a la red conlleva, cerveza, viajes, hamburguesas, ropa de marca... Eso, unido a la asfixia económica del país que queda aislado, son las mejores armas para una guerra del siglo XXI.

El diseño de las sanciones debe ser inteligente, para evitar que estas acaben victimizando al pueblo ruso y provocando en él el efecto contrario al perseguido

Sin embargo, el diseño de las sanciones debe ser inteligente, para evitar que estas acaben victimizando al pueblo ruso y provocando en él el efecto contrario al perseguido: un mayor apoyo a las tesis nacionalistas de Putin y un aislamiento orgulloso sin salida. En este sentido, carece de utilidad penalizar a todos los rusos, incluso a aquellos que se oponen al régimen de Putin. Allí donde pueda discriminarse, es necesario arbitrar una política de premios y castigos en función del rechazo o del apoyo al régimen. Desde fuera de Rusia debemos condenar las acciones de sus dirigentes, pero no cancelar a todos los rusos ni a todo lo ruso. Muy al contrario, debemos ayudar a aquellos rusos que desean un cambio de régimen y debemos hacerlo por dos razones, una egoísta: porque nos interesa; la otra, solidaria: porque los disidentes en Rusia lo tienen muy difícil para oponerse al régimen que les aplasta.

Juego de equilibrio

La guerra del siglo XXI, en manos de democracias maduras, es un sutil juego de equilibrio, en el que deben mantenerse en el aire al mismo tiempo estas tres pelotas:

El apoyo a Ucrania sin darle motivos a Rusia para convertir una guerra local en una guerra mundial.

La presión a Rusia allí donde más le duela, sin convertir a los rusos en víctimas indiscriminadas.

La convicción de los ciudadanos de occidente de que la libertad y la paz tienen un precio que hay que pagar en momentos en los que la paz y la libertad están amenazadas.

Por el contrario, la guerra del siglo XXI, en manos de dirigentes alucinados más propios del XIX o de principios del XX, es un juego zafio, grosero, burdo y cerril, en el que basta y sobra con dos pelotas.