Pedro Sánchez emprendió el miércoles una gira que le va a llevar desde Bratislava a Bruselas, pasando por Bucarest, Roma, Berlín y Dublín. La guerra en Ucrania y los efectos que está provocando la criminal acción de Vladímir Putin en la economía mundial constituyen los temas básicos a tratar con otros líderes europeos. Se supone que, en casos críticos como el actual, un presidente debe moverse para negociar, discutir, proponer e influir en la opinión de los demás. Pero los viajes del líder socialista no gustan nada en la oposición. Lo que más irrita, en concreto, es que haga uso de los medios de transporte oficiales que tienen los presidentes a su disposición. El Falcon, sobre todo, se ha convertido en símbolo maldito del poder de Sánchez para sus adversarios políticos, aunque lo utilizaron todos, desde Felipe González a Mariano Rajoy.

El presidente del Gobierno español debería seguir los sabios consejos de Santiago Abascal, que le invitó hace unos días a no viajar tanto en Falcon y a pararse en bares de carretera, que es donde en verdad se arregla el mundo; no en vano, el líder de Vox sabe mucho de chiringuitos y de solucionar los problemas en dos patadas. Pues claro que sí. Si hay que quedar con el primer ministro de Portugal, Sánchez podría coger el autobús de línea que pasa por Navalcarnero, Lagartera, Miajadas y Trujillo y reunirse con António Costa en una estación de servicio. Bocadillos, vino, unos carajillos y todo arreglado. El delicado asunto de la seguridad no parece ser un problema para quienes le acusan de viajar a menudo en un avión militar. Que un franquista haya ido a juicio acusado de planificar cómo mataría de un tiro al presidente debe ser una chiquillada.