El Periódico de Aragón

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Juan Bolea

Sala de máquinas

Juan Bolea

Las rosquillas de Julia

Desde la famosa magdalena de Marcel Proust, cuyo sabor le abrió las puertas a la recuperación del tiempo perdido, no hay escritor al que no le hayan preguntado por sus fetiches y trucos para despertar la inspiración.

En ese anecdótico terreno he oído y visto toda clase de recursos entre mis colegas, algunos tan originales o excéntricos que el lector común difícilmente podría dar crédito. Desde la obsesión por las reproducciones de hipopótamos (Vargas Llosa) hasta el hábito de escribir con máscaras o calaveras delante (Shakespeare, Gide…). Hace unos años pregunté a Henning Mankell por sus manías o amuletos a la hora de ponerse a escribir eludiendo la maldición del folio en blanco. El creador del comisario Wallander, dueño de un humor difícil y de una esquiva personalidad, me repuso que su truco consistía en bajar al estanco y comprarse un puro. Si racaneaba y, por ejemplo, se compraba una faria, la escritura brotaba al mismo nivel que la calidad del tabaco. En cambio, si volvía a bajar al estanco y esta vez, pongamos por caso, se compraba un Romeo y Julieta, su estilo mejoraba.

En mi caso, puesto que dejé de fumar habanos y nunca coleccioné hipopótamos, alimento mi inspiración, un poco como Proust, con las rosquillas de Julia.

Julia es Julia Gallego, una escritora de Pina de Ebro cuyos excelentes relatos compiten con la excelencia de sus rosquillas artesanas, compactas y tiernas a la vez, generosamente espolvoreadas de azúcar y con tan buen sabor que en el acto me transportan en alas de la creación. Julia me obsequió con un lote la semana pasada y desde entonces, racionando debidamente las rosquillas, principalmente en el desayuno, pero también, de manera estratégica, a lo largo del día, no he parado de escribir.

A su vez, los nobles sentimientos de Julia Gallego adquirieron envergadura literaria en Hasta luego, amor, su emocionante libro, que dedicó a la memoria de su marido y a la lucha de ambos contra una terrible enfermedad. Páginas que ahora, mientras saboreo otra de sus rosquillas, releo con la seguridad de que todo lo que allí se escribió era y sigue siendo verdad.

Como también sería muy cierto que entre la magdalena de Proust y las rosquillas de Julia, me quedaría sin Proust.

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