El Periódico de Aragón

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Juan Bolea

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Juan Bolea

El dictador ruso

No existe, hoy por hoy, ninguna fuente fidedigna inclinada siquiera a sugerir que el presidente ruso Vladímir Putin haya sido o vaya a ser objeto de un atentado contra su vida. De que está en el ojo de mira de unas cuantas agencias secretas, de algún que otro gobierno y de un número difícil de presumir de iluminados que fantasearían con la posibilidad de hacerle víctima de un atentado no existe la menor duda. Otra cosa sería demostrar eso; tan difícil, casi, como llevarlo a cabo.

Las razones que podrían mover a un comando o francotirador, a un justiciero o agente especial a librar al mundo del asesino del Kremlim, de la bestia que está aniquilando a la población civil de Ucrania, se sostendrían, obviamente, en sus crímenes de guerra.

Por esa misma culpa otros muchos tiranos antes que él han sido juzgados, encarcelados, a veces ejecutados.

Dictadores que, sin embargo, y pese a haberlo sido con todas las sílabas, tuvieron en apariencia el apoyo o favor de sus pueblos (una vez, claro, desprovistos de aparato crítico y capacidad de réplica). Porque, ¿ven los rusos a Putin como un sátrapa? En teoría, así debería ser, una vez concentrados en su persona todos los poderes, mandos, resortes y recursos de un Estado a su entera disposición, pero desde sus portavocías se insiste en que la gente lo valora, reverencia, apoya sus decisiones, sus guerras...

Hay precedentes. Remontándonos en la historia de Rusia, el aparato soviético vendió hace décadas el supuesto amor del pueblo hacia el sanguinario Stalin. Quien, del mismo y exacto modo a como viene haciendo Putin, logró concentrar en sí mismo todo el poder, haciendo buena aquella lúcida profecía de Trotsky: «Desde la fase en la que el Partido sustituye al Proletariado se pasa a la que el Comité Central sustituye al Partido. Después, a la fase en la que el Politburó sustituye al Comité Central, hasta llegar a la última fase, en la que un dictador sustituye al Politburó».

Desde un punto de vista bélico, Putin concitaría elementos para provocar un ataque contra su persona, pero la justicia echaría el freno a esa ley del talión para aplicar la suya. ¿Lo verán nuestros ojos ante una corte internacional? Sería preferible a que le estallase una bomba desayunando, pero, mientras dudamos, él sigue matando.

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