Recuerdo una frase que solía decirme mi madre cuando de cría le pedía que me comprara algún capricho, de esos que una tarde quieres por encima de todo y al día siguiente ni te acuerdas de él: «ni tengo una máquina de hacer dinero ni somos el Banco de España, hija mía». De pequeña no lo acababa de entender, de mayor sí. Sin embargo, ahora vuelvo a tener dudas viendo cómo cargos públicos aumentan sus presupuestos para contratar personal de confianza y particulares se benefician de sus relaciones personales con políticos para hacer negocios. Seguro que mi madre utilizaría ahora otras palabras del tipo: «ni somos políticos ni vendemos mascarillas en una pandemia».
Históricamente hemos visto infinidad de casos de corrupción, pero lo lejos que está llegando ahora la osadía de quienes rodean y protegen a los supuestos delincuentes es inaudita. Amenazan a periodistas y medios de comunicación, filtran datos personales de quienes sacan a la luz supuestas irregularidades y activan la contrainformación para victimizar al aparente ladrón con tal de convertirlo todo en un lodazal. Sin contemplaciones, con una actitud vil y deleznable, ponen la maquinaria en marcha contra todo aquel que se atreva a colocar a sus jefes en el disparadero y sin importarles siquiera que sea verdad. Amedrentan, insultan y arrinconan desde la confianza y la impunidad construidas durante una dilatada trayectoria entre las bambalinas de la política.
Cuando el nivel del agua sube hay tierra que desaparece. Lo mismo ocurre con el respeto. Se esfuma a medida que la mentira y el macarrismo ganan terreno. Sesiones de control al Gobierno vergonzosas, ruedas de prensa convertidas en espectáculo y cruces de acusaciones disparatadas que solo conducen a la polarización y a la crispación. Utilizan las instituciones para hacer partidismo y electoralismo sin el más mínimo rubor. Los debates se desvían de la iniciativa a votar y las intervenciones abandonan su carácter técnico para ahondar en la discrepancia populista y buscar el titular. Se convocan corrillos en los pasillos para criticar al colega cuyas actitudes defiendes en público pero quieres perder de vista porque te cansa y te perjudica; mejor que sea otro el que desde fuera airee sus debilidades, lenta y pausadamente, para que cuando llegue el momento puedas decirle «te avisé y no me queda otro remedio que alejarme de ti». Fuego amigo le llaman. Seguir la estrategia es la prioridad, incluso por delante de gobernar. Cuanto más ruido menos silencio y más dificultad para pensar. No nos quedemos con los canapés preparados que nos sacan en bandeja; vayamos a la cocina, normalmente es el lugar que nadie quiere enseñar.