Hace un par de años, un conocido me llamó por teléfono:

- Hola, tengo que hacerte una consulta. Acabo de ver un documental sobre los annunakis, y ahora todo encaja. Tú que has estudiado Historia y eres periodista... ¿Es cierto, verdad? No puede no serlo...

El tiempo de estupefacción que siguió a esta pregunta duró más allá de los segundos que tardé en articular una respuesta seria ante alguien que, al igual que el agente Mulder de Expediente X, quería creer. Creer en una de las teorías de la conspiración más populares y extendidas, según la cual el origen de la humanidad se encuentra en seres extraterrestres que llegaron a la Tierra hace 450.000 años, y cuyo rastro se hace patente en vestigios como las pirámides egipcias y mayas. ¿Acaso puede haber otra explicación razonable a la monumentalidad y forma de las pirámides que la intervención de una mano inteligente venida desde la otra punta de la galaxia? Para quienes creen, cualquier otra interpretación de los hechos es, paradójicamente, sinónimo de credulidad ante el relato que ellos nos han intentado colar durante milenios.

Estar convencido de la existencia de los annunakis es tan legítimo como profesar cualquier otra fe aceptada socialmente, pero da idea de cómo ni historiadores, ni científicos ni medios de comunicación logran erradicar las opiniones más descabelladas y faltas de fundamento si estas arraigan en personas predispuestas a creer en seres de luz venidos de Raticulín.

Esta paranoia adquiere tintes dramáticos si se extiende a otros ámbitos y afecta al día a día de alguien que pasaba por allí. Esto es lo que relata la excelente novela gráfica Sabrina (Salamandra Graphic), de Nick Drnaso. Un día, la joven Sabrina Gallo desaparece sin dejar rastro. Su novio, afectado hasta la depresión por la situación, se refugia en casa de un antiguo amigo, ahora trabajador para el Ejército de Estados Unidos. El militar es un buen tipo, pero no está preparado para lo que se le viene encima. A raíz del revuelo mediático organizado en torno al caso de Sabrina, decenas de enajenados, aborígenes digitales de ignotos foros de Internet, lo convierten en objeto de su ira, ya que consideran que tras la desaparición de la mujer hay gato encerrado: ellos tratan de ocultar la verdad.

Se suele aducir que es el desprestigio de los medios de comunicación el que ha llevado a la cada vez mayor aceptación de explicaciones alternativas a la realidad, esto es, a comulgar con ruedas de molino. Pero este argumento se queda algo cojo: que alguien venza toda vergüenza y llame por teléfono, en un arrebato de iluminación, a que le confirmen la existencia de los annunakis, indica que el problema tiene causas mucho más profundas. Hay falta de credibilidad del sistema en su conjunto, sí, pero también hay abundancia de credulidad en la sociedad. Y esto no es cosa de cuatro frikis o locos, como evidencia el auge de movimientos como los terraplanistas, que pueden parecer hasta graciosos, o los creacionistas, que han oficializado su absurdidad en los colegios de Estados Unidos. ¡Si Félix de Azara levantara la cabeza!

La abundancia de información no nos ha hecho más libres ni más sabios. Guardémonos de todos esos responsables políticos que fían nuestro futuro a que los niños se formen en robótica y programación, con la esperanza de un esplendoroso mañana de emprendedores tecnológicos. Sea desde las Humanidades o las Ciencias, la base para una sociedad equilibrada y pacífica está en otorgar las herramientas necesarias para el desarrollo de un pensamiento crítico, cosa muy distinta a la desconfianza animal. Si algo nos ha demostrado la Historia, y hay dramáticos ejemplos en el siglo XX para atestiguarlo, es que cuando se renuncia a la razón detrás viene la tragedia.