Aprovechando el lento levantamiento de las restricciones del ocio nocturno en Aragón, paralizado como en el resto del país desde hace más de un año, hoy toca hacer un pequeño repaso de una historia mucho más reciente y quizás menos trascendental, pero donde también cabe el glamour y el exceso por partes iguales e incluso también la tragedia: la historia de la noche zaragozana.

Y a uno no le deja de salir cierta sonrisilla al escribir sobre una historia de la que me considero uno más de esos pequeños protagonistas participando en una de las etapas de la noche zaragozana cuando era adolescente o estudiaba la carrera de Historia en la universidad. Siempre hay gente que te cuenta que me tocó vivir ya una época de decadencia de esa noche que fue alocada en los 80 y los 90 o que era mucho más sana en los 70, aunque entre esas frases de pura nostalgia siempre está esa idealización de épocas pasadas en las que lo malo se olvida y se magnifican los buenos recuerdos.

Desde finales de los 60 y en la década de los 70 la España de la dictadura franquista fue viendo ciertos aires de aperturismo en algunos de los aspectos de la sociedad del momento. La mejora de la economía en los 60 tras una durísima postguerra gracias en gran medida a la ayuda estadounidense y a la llegada de inversores extranjeros fueron creando ese tejido social de una amplia clase acomodada que permitió que muchas familias, antaño empobrecidas, comenzaran a poder llevar a sus hijos a la universidad o que los jóvenes de entonces pudieran empezar a vivir ese concepto de juventud y diversión que tenemos hoy en día. Con estas circunstancias van surgiendo diferentes lugares de ocio nocturno aunque el gran boom se produce con la muerte del dictador en 1975 y la Transición hacia la democracia. Todo se liberaliza. La política, la sociedad del «qué dirán», y se comenzaba a respirar ese ambiente de libertad e incluso libertinaje que por supuesto vio su máxima expresión en el mundo de la noche.

Los 80 fueron los años de la famosa Movida madrileña que tan bien ha sabido capitalizar Madrid como una de sus marcas de identidad, pero ese mismo espíritu se vivió en otras ciudades de España como Barcelona, Vigo o la propia Zaragoza que vieron abrir sus persianas a multitud de garitos, salas y discotecas donde pasar las horas en una noche que todavía no estaba tan controlada por las diversas leyes de ocio nocturno y de lo que se beneficiaban los promotores y los usuarios y que sufrían los vecinos con largos fines de semana sin poder pegar ojo. Surgieron así locales como el Scratch en Cesáreo Alierta o el Astorga’s en San Juan de la Cruz, muy conocidos en la ciudad y que además frecuentaban mucho los trabajadores de la antigua base militar estadounidense de la capital aragonesa. También podemos hablar de la Green, En Bruto, la KWM, el Babieca y una larguísima lista de lugares que con el paso del tiempo o el cambio de dueños fueron además cambiando a nombres cada vez más variopintos.

Pero lo cierto es que con el tiempo la fiesta nocturna se fue concentrado en varios centros neurálgicos de la ciudad, en los que cada uno de ellos tenía un tipo de público diferente. Quizás las dos zonas más famosas son El Rollo y el Casco. En su momento, el Rollo, que ya desde hace años vive en una perpetua decadencia y donde quedaban pocos locales abiertos antes de la pandemia, se decía que una ardilla podría atravesar toda la zona saltando de cubata en cubata sin llegar a tocar el suelo por la enorme atracción que producían para los más jóvenes salas como el Devizio, cuyo local se convirtió hace unos años en una iglesia apostólica (curiosas las ironías del devenir de los tiempos) o el Bambalinas, donde en los 90 dicen las malas lenguas que no era difícil encontrarse por allí a algún famoso jugador del Real Zaragoza. Para los jóvenes de unos pocos años más, el punto de atracción era sin duda el Casco, por aquél entonces con una gran variedad de locales de diferente pelaje.

Pero también existieron otros polos de atracción, como la llamada zona heavy, hoy todavía con algún superviviente, o el entorno de la calle Tomás de Zumalacárregui. También la Madalena, con sitios tan emblemáticos como el BV80 en la calle Doctor Palomar y en el que tocaron gente como Bunbury, Mauricio Aznar o Sabina. Y es que lo bueno de la noche zaragozana hasta casi el final de la década de los 2000 es que existían locales para casi todos los gustos musicales y de ambiente, tanto rock, como rap, heavy o música que hoy algunos llamarían «comercial». Eso hacía que muchos crearan hasta lazos de identidad y de «pertenencia» con algunos de esos locales. Sin embargo, a finales de esa década se culminó un largo proceso en el que los bares de la noche se empezaron a homogeneizar en temas musicales poniendo un poco de todo pero a la vez provocando esa pérdida como referencia para mucha gente y su tradicional identidad, creando una noche mucho más plana. Algo que se sumó a la legislación que limitó los horarios de apertura para tratar de conciliar cierta convivencia entre este tipo de lugares con el descanso de los vecinos.

Pero como casi todo en la vida no hubo sólo diversión y fantasía. También surgieron los estragos de la maldita droga que a tantos se llevó o el peligro de unos locales que no estaban preparados en materia de seguridad en caso de emergencia. En el recuerdo queda la tragedia de la discoteca Flying aquél 14 de enero de 1990 que se saldó con la muerte de 43 personas.