Culminado el rito de vestir al matador, acercándose la hora de poner rumbo al coso, las caras comenzaron a tensarse. Ese torero dicharachero que una hora antes entretenía la sobremesa en el aparcamiento del hotel, ignorando incluso el número de su propia habitación --pero que nunca pasa por alto que la cama esté situada a la izquierda según se entra en la estancia, así debe ser invariablemente--, dió paso al gesto torcido de la responsabilidad una vez que los medios gráficos abandonaron el cuarto. Entonces, cara a cara con la soledad, tras la nerviosa carrerita por el largo pasillo y sobre su moqueta gris, aparecieron dos hojas de laurel. Una de ellas todavía conservaba un poco de cinta adhesiva transparente. Habían saltado de su temporal alojamiento, el interior de la chaquetilla. ¿Quién las habría puesto ahí? Su madre, Rosa de nombre y floristera, quizás quiso unir ayer el destino de su hijo a la gloria y el honor, a la victoria... Seguro que sabe también, que el laurel es perenne y robusto, pero que crece lento.