De hoy no pasa. Quizás de mañana. Puede que otra semanita más... Manolo Jiménez se dio un plazo de "4 o 5 días" hace ya nueve para comunicar si sigue o no al frente del Real Zaragoza y, por el momento, el optimismo que embargaba sus palabras en su última rueda de prensa se ha truncado en incertidumbre y desasosiego para el zaragocismo, que contempla cómo pasa el tiempo y el entrenador elegido por clamor popular para pilotar un proyecto de hipotético futuro se aleja de La Romareda.

De esta espera se deduce lo de siempre: el reloj que marca las horas y las decisiones brilla fijo en la muñeca de Agapito Iglesias. Ni héroes ni entrenadores mitológicos ni leyendas del pasado zaragocista. El presidente trata a todo el mundo por el mismo rasero, primero hipnotizando a la víctima con su perfil de hombre campechano para después despertarla de un garrotazo sobre el pliego de sus condiciones. En el fondo, es un coleccionista de títeres y guiñoles.

Jiménez no quiere formar parte de ese teatro ambulante del empresario. En sus cinco meses en el equipo, el técnico lo ha rociado todo con su carácter preciso y directo con el futbolista y la afición, pero Agapito ha decidido tensar la cuerda de sus intereses y no los del club en la negociación.

Este pulso no traerá ya nada bueno. Si al final ambas partes llegan a un acuerdo, la inútil y absurda tensión provocada por el máximo accionista dejará una herida en las relaciones, la misma por la que se desengraron otros entrenadores, y Jiménez, pese al aval de su integridad, quedará bajo sospecha de haber aceptado alguna de las ambiguas cláusulas del dueño.

Siga o no el icono de la salvación, algo se ha roto. La única continuidad segura es la de Agapito, lo que implica episodios tan surrealastas como este que ya no sorprenden a casi nadie, pero que irritan porque supone otra manifestación de burla hacia el club, la hinchada y profesionales como Jiménez. El futuro no existe en este imperio de la desfachatez.