Están llamados a votar 35,7 millones de ciudadanos, 707.000 más que hace tres años y medio. Un millón de personas formarán parte del dispositivo electoral. Cien mil policías garantizarán el normal desarrollo de la jornada. Activistas y simpatizantes del 15-M cuestionarán las normas del Sistema. Nostálgicos fascistas marcharán desde Madrid al Valle de los Caídos para rendir homenaje a José Antonio Primo de Rivera (es el 20-N, no se olvide). Los principales candidatos se harán fotos a pie de urna... Hoy, la escenografía, el ambiente y los protocolos reproducirán una vez más eso que se suele llamar la fiesta de la democracia. Pero la cita con las urnas está condicionada por factores excepcionales. La crisis y sus consecuencias se proyectan sobre un futuro muy imperfecto.

LA CAMPAÑA? Estas elecciones generales van a costar 124 millones de euros, un 5,8% menos que las anteriores. Sin embargo algunos considerarán incongruente semejante desembolso cuando la crisis se nos está llevando por delante. La angustia económica ha calado de tal forma que cualquier gasto llevado a cabo por las instituciones o el sector público es mirado con recelo y hostilidad.

Nunca hubo una campaña electoral de contenidos tan obvios pero en un contexto tan tenso y amenazador. Durante quince días, los candidatos han ido y venido de manera frenética, han exprimido sus argumentarios y han acentuado la excepcionalidad del momento. No han dicho nada nuevo, no han hecho propuestas calificadoras ni verosímiles. Por otro lado, las encuestas han sido coincidentes y concluyentes: el PP liderado por Rajoy tiene todos los triunfos en la mano; el PSOE de Alfredo Pérez Rubalcaba cotiza muy a la baja, arrastrado por la gestión del Gobierno Zapatero; los minoritarios pueden obtener éxitos relativos, pero en todo caso serían ser irrelevantes en unas Cámaras sometidas a mayorías absolutas. Y lo más inaudito: el seguro ganador ha sido capaz de quemar las dos semanas de mitines y entrevistas sin apenas desvelar sus verdaderas intenciones. Mientras, la prima de riesgo, ese diferencial que señala la distancia entre los intereses de la deuda española y los de la alemana, ha batido récords. Los mercados siguen a lo suyo. Que Rajoy vaya a ser el próximo presidente no parece haberles impresionado.

Por eso se ha llamado al voto mirando de reojo a Grecia o Italia, donde ya gobiernan técnicos que nadie eligió.

¿DEMOCRACIA? Tanto Rajoy como Rubalcaba, y por supuesto Cayo Lara (IU), se han manifestado en contra de los alternativas tecnocráticas. Pero ninguno de ellos puede garantizar que en unos meses España no esté en el mismo atolladero que provocó las sucesivas caídas de Papandreu o Berlusconi. El líder del PP español ha insistido una y mil veces en la tesis principal del discurso conservador: la responsabilidad de la crisis no está fuera sino dentro de nuestro país y corresponde en exclusiva a José Luis Rodríguez Zapatero y a sus ministros (entre los cuales estuvo Rubalcaba); cámbiese el Gobierno y la tranquilidad volverá automáticamente a las instituciones europeas y a los mercados.

A lo largo de la campaña, numerosos analistas españoles y extranjeros han advertido que, en realidad, para conseguir los efectos que persigue, Rajoy deberá aplicar un ajuste total de acuerdo con las normas de la ortodoxia económica en boga. Dicho ajuste requerirá fortísimos recortes en los servicios públicos, una reforma del sistema público de pensiones, la anulación de los convenios colectivos de ámbito superior a cada empresa, la creación de un único contrato laboral que reduzca al mínimo el coste del despido, la recapitalización de una banca más concentrada, echar el freno al desarrollo de las infraestructuras y, en suma, llevar a cabo esa devaluación interna que reclaman perentoriamente desde Bruselas, desde Berlín y desde los indefinibles lugares donde operan los grandes inversores.

¿Tendrá valor el líder del PP para acometer tales medidas? ¿Le darán tiempo a graduar su aplicación, cuando la presión especulativa sobre nuestra deuda soberana se sucede día a día, minuto a minuto?

LEGITIMIDAD La aparición del movimiento 15-M (y la paralela existencia de corrientes de opinión muy críticas con los políticos, con las instituciones y con el Sistema en general) ha desencadenado un debate sobre la legitimidad democrática. Se ha contrapuesto la lógica de la representatividad indirecta que surge de las urnas con los infantiles intentos de generar una democracia directa en asambleas callejeras. Se ha denunciado asimismo el divorcio entre los intereses generales y la escasa sensibilidad y eficacia de unos profesionales de la política encastillados en sus respectivos partidos y vendidos a los poderes fácticos. También se han articulado síntesis según las cuales una verdadera democracia no sólo necesita urnas y sistemas electorales que permitan cierto control de los votantes sobre sus representantes, sino que además requiere una verdadera separación de los poderes del Estado, una sociedad activa y organizada (y movilizada cuando es necesario), unos medios de comunicación independientes y altas dosis de igualdad y bienestar.

Pero esta discusión ha sido desbordada por los acontecimientos. El problema de la democracia no está en los movimientos de protesta por muy antisistema que sean, sino en la cúpula del poder económico. Al final, quienes están tumbando la lógica de las urnas no son los indignados sino los hombres de Goldman Sachs, que ya gobiernan Grecia e Italia, dominan el Banco Central Europeo y múltiples organismos. Es a esta mafia financiera (y a su representante política por excelencia, la cancillera Angela Merkel) a la que deberá tranquilizar el futuro presidente del Gobierno de España. Y a toda velocidad.