Resulta desconcertante escuchar a las asociaciones de comerciantes de Zaragoza rechazar con indignación la posibilidad de que el tranvía pase por delante de sus establecimientos, lo cual solo es la prolongación de la habitual aversión que a tales organizaciones provoca la peatonalización de sus espacios. ¿Cómo explicarse semejante reacción frente a propuestas (transporte público de alta capacidad en superficie, movilidad irrestricta de las personas) que deberían ser las más ansiadas por el pequeño y mediano comercio que abre sus puertas en la ciudad compacta?

Lo que ocurre es bien simple: en perfecta conexión con significados sectores de la opinión pública, los dirigentes del comercio cesaraugustano creen que es el coche particular el que trae y lleva a su potencial clientela. Asustados ante la competencia de las grandes superficies, su aspiración suprema es homologarse con ellas ofreciendo a los automovilistas accesos, parkings, embotellamientos y todo lo demás. Este indescriptible síndrome de Estocolmo explica, entre otras cosas, que algunos de dichos dirigentes lograran, hace no tanto tiempo, utilizar a sus representados como coartada para adueñarse de los suelos públicos de la salchicha del Actur y pegar allí un soberbio pelotazo que, además de convertirles en multimillonarios, impidió el normal desarrollo del comercio de proximidad en la Margen Izquierda. Por supuestísimo, la apetecible salchicha está hoy en manos de hípers, grandes cadenas e inversores extranjeros. Maravilloso, ¿verdad?

Este tipo de cosas resultan desconcertantes. Aunque encajan perfectamente con el hecho de que en los últimos setenta años Zaragoza haya sido una ciudad cuyo urbanismo no se corresponde con los intereses colectivos sino con los del reducido y poderoso grupo de quienes manejan el suelo y la promoción-construcción de viviendas. De ahí se deriva todo lo demás, incluido el hecho de que la capital aragonesa lleve años sometida a una expansión innecesaria que rompe los entornos favorables al pequeño comercio y hace más incómoda la vida de todos. Lo tremendo es que tales consecuencias son percibidas por muchas personas como una estupenda ventaja, una consecuencia del progreso; o sea, una maravilla.

Este es el signo de los tiempos. El mundo anda del revés, y la llamada crisis de los valores o más bien la subversión de los intereses básicos hace que la gente de a pie, absolutamente desorientada, asuma con aparente alegría criterios y planes que solo benefician a poderosas minorías. Hay trabajadores que aplauden el vendaval conservador que destruye sus derechos. Hay consumidores que hasta sienten simpatía por las compañías que les estafan. Hay contribuyentes que se derriten de gusto al ver cómo se despilfarra su dinero. Increíble, pero cierto.