Bella, hermosa, no le quitaría ninguna cosa. Ella, preciosa como una rosa. Así es como la describía, para mí, ya que no me atrevía a decírselo ni a comentárselo. Por aquella época yo estaba enamorado, bueno, más bien embobado, ya que si a ella se le antojaba algo, dejaba todo y procuraba hacerla feliz.

Pero nuestro amor era complicado; desde hacía mucho habíamos sido amigos. Ella acababa de romper con su novio y me pidio consuelo, lo que nos acercó aún más. Lo que ella no sabía es que ya de más pequeños había estado enamorado y hasta aquel momento seguía sintiendo algo. Pero lo que me recarcomía durante todo ese tiempo era que no la tenía. Necesitaba estar a su lado.

El inconveniente era claro: si me lanzaba y me rechazaba, nuestra relación se enfriaría; pero si todo salía bien... ¡No cabría en mí de alegría! Al cabo de un rato de pensar en ello, comprendí que si salía mal podríamos arreglarlo, así que convencido de lo que haría a la mañana siguiente me eché a dormir; pero no pude ya que todo lo estaba visualizando en mi cabeza.

Tenía claro lo que tenía que hacer, que era quedar con ella, declararme y besarla. Llegó el momento de la declaración y las palabras sonaban en mi cabeza, pero no era capaz de decirlas. Al final, arranqué.

Al terminar, una ligera risa suya casi me hunde, pero lo que vi después lo recordaré toda la vida. «Estaba impaciente porque me lo dijeses, tonto», me dijo. Entonces mi corazón me dio un vuelco, no cabía en mí de la emoción y le di tal beso que lo recordaré en años.