En poco tiempo, Greta Gerwig (Sacramento, 1983) ha pasado de ser musa del cine independiente a alcanzar el reconocimiento del público y la crítica, sin abandonar su peculiar estilo de contar historias. Ahora se ha convertido en el icono que Hollywood necesitaba en un año teñido por los escándalos sexuales y la desigualdad de género, y marcado por las reivindicaciones femeninas. Con Lady Bird, su ópera prima en solitario (había codirigido en el 2008 Nights and weekends con Joe Swanberg), opta al Oscar a la mejor dirección. Es la historia sobre la aventura de hacerse mayor de una joven (Saoirse Ronan) que bien podría tratarse de ella misma.

-¿Qué significa para usted el éxito que está teniendo la película?

-Básicamente significa libertad para seguir haciendo lo que más me gusta. Me sorprende darme cuenta de que me apasiona tanto dirigir. Es algo que está simultáneamente bajo y fuera de mi control, y esa paradoja me resulta muy atractiva, lo mismo que la ilógica naturaleza de hacer películas. Todo el tiempo, la energía, el dinero y la gente que envuelve este proceso se convierten, al final, en un sueño.

-¿En qué se parece a Lady Bird?

-Aunque las dos fuimos a colegios católicos, no tengo mucho en común con ella. Nunca me teñí el pelo de color rosa, no me hice llamar con otro nombre y tampoco me rebelé contra las reglas del colegio. En parte, esa es la razón por la que escribí este personaje. Era una forma de explorar en la ficción algo que yo nunca fui capaz de ser y hacer en la realidad. Quería hablar de la familia y el hogar, algo que uno solo llega a entender y valorar realmente cuando se va de casa.

-La película, además, es una mirada a los muchos colores y formas que tiene el amor. ¿Qué hay de autobiográfico en todo esto?

-Los hechos no son autobiográficos, pero sí el corazón de la historia. El amor entre madre e hija, que es la gran historia de amor de la película, sí que tiene mucho que ver con la relación con mi madre. Aunque no nos parecemos a Lady Bird y a Marion, el centro del conflicto entre ellas sí que tiene mucho parecido con nuestra relación. Yo le hice la vida imposible a mi madre [ríe], de lo cual siempre me he arrepentido. Lo cierto es que ambas tenemos un carácter muy parecido y por eso teníamos tantos roces.

-También habla de las expectativas, hacia nosotros mismos y hacia los demás. ¿Cuáles son las suyas?

-Mi primera experiencia en ese sentido fue cuando tenía 17 años, recién acabada la escuela secundaria, cuando decidí que quería ser artista, que quería escribir, dirigir y actuar. Yo no crecí en un ambiente artístico, procedo de una familia de clase media en Sacramento. Las expectativas de mis padres eran que yo estudiara una carrera como medicina o derecho. Por eso, cuando les dije que me iba a dedicar al arte, su reacción fue la de una enorme preocupación. Querían evitar a toda costa que me dedicara a algo de lo que posiblemente me iba a arrepentir toda mi vida. Para mí, sin embargo, fue un momento de profunda sinceridad: dedicarme a lo que yo quería ser y no a lo que los demás esperaban de mí. Me siento enormemente feliz escribiendo y dirigiendo, nunca he estado tan comprometida con algo como lo estoy ahora.

-¿Se abre una nueva era para las mujeres que desean dirigir cine?

-Este año las películas dirigidas por mujeres han llegado el 4%. Hablo de las 100 primeras en éxito en taquilla. Pero estoy segura de que esos números van a cambiar y que llegará un día en el que no habrá diferencia de género. No seremos directores o directoras.