Los equipos de rescate iranís que llegaron a Bora ayer por la mañana se vieron pronto desbordados por el alud de cadáveres que hallaban entre los escombros y que no podían enterrar.

Coches y camiones llegaban sin cesar, con los maleteros y los remolques repletos de cuerpos, al cementerio de Bora, un pueblo de 30.000 habitantes, situado a seis kilómetros de Bam. Los cadáveres se quedaron en un rincón del camposanto sin que nadie cuidara de ellos. "Ya no queda nadie con vida", se desgañitaba un aldeano.

Un hombre, sentado en tierra, tenía entre sus brazos a sus dos hijos, de 3 y 7 años, para enterrarles sin apenas haberles quitado el polvo de las vestiduras. Más allá, un hombre, de 35 años, lloraba, desesperado, ante seis cadáveres alineados: "Lo he perdido todo, no me queda nada". Muchos habían pasado la noche gélida en el interior del cementerio, velando a sus familiares.

Más de 5.000 muertos

"El 80% de las casas (de Bora) están destruidas y ya hay más de 5.000 muertos", decía entre sollozos otro de los damnificados por el terremoto del pasado jueves.

Mientras desde el primer momento se supo la dimensión de la catástrofe en Bam, hasta ayer los equipos de rescate no pudieron empezar a evaluar el nivel de destrucción en pueblos cercanos como Bora. Durante la jornada del viernes, el socorro fue inexistente y fueron los mismos habitantes de Bora los que trataron de hallar supervivientes entre las montañas de escombros.

"No tenemos agua ni comida. Toda nuestra ropa está debajo de los cascotes", contaba una mujer, cuya voz era apenas audible por el ruido del motor de una excavadora que estaba sacando escombros.

A lo largo de los seis kilómetros de carretera que unen Bora con Bam, los supervivientes alineaban a ambos lados los cadáveres que recuperaron. En Bam, el estadio se transformó en un inmenso e improvisado tanatorio. Cientos de cuerpos yacían sobre el césped.

Amasijo de ladrillos

No lejos de allí vive Mohamed, que perdió a los 10 miembros de su familia en el movimiento telúrico. "Amigo, mire usted, me voy muriendo poco a poco. Mis nueve hijos y mi mujer yacen debajo de los escombros y no puedo hacer nada", susurraba este hombre, de 63 años, que aparenta tener muchos más, mostrando su casa convertida en un amasijo de ladrillos.

Su pequeño domicilio, de apenas 40 metros cuadrados y dos plantas, se hundió como un castillo de naipes. En el jardín sólo permanecen en pie dos palmeras. Mohamed recordaba: "Me disponía a rezar. De repente escuché un ruido ensordecedor y toda la casa cimbreó y se desmoronó. Fue horrible. Mis hijos y mi mujer dormían. Después, ya no recuerdo nada. Durante muchas horas estuve como paralizado, no podía moverme".

Las rigurosas temperaturas bajo cero que se prodigan en esta zona de Irán aceleraron el éxodo de miles de personas que huían de las poblaciones devastadas. Mohamed siguió allí, con la vana esperanza de que alguno de los suyos hubiera sobrevivido.