¿Qué respuesta merecen las declaraciones emitidas por el presidente de la Generalidad barcelonesa sobre la lengua o lenguas de Aragón? Eso preguntan la Plataforma Aragonesa No Hablamos Catalán (59 entidades) y la Federación de Asociaciones Culturales del Aragón Oriental. Ahora le conviene decir a Artur Mas, que «el catalán es patrimonio de Aragón» y que debe extenderse por todo nuestro territorio. No explica para qué les serviría en general, a los aragoneses, ese patrimonio ni por qué deberíamos aprender catalán aun respetando desde luego, a cuantos quieran hacer tal aprendizaje, sin convertirlo en enseñanza obligatoria.

Aparentemente, Mas coincide con el criterio del Gobierno de España entera aunque con una diferencia: él quiere que en Aragón, la segunda lengua sea el catalán, mientras que el Gobierno de España y también el de Aragón, se inclinan por el inglés o por otro idioma universal.

El saber no solo ocupa lugar sino tiempo y trabajo permanentes y continuados; gracias a cuantos hablaron o hablamos el español común, disponemos de una lengua universal y lo razonable sería que aprovecháramos los estudios regulares para dominar otra de esas lenguas de alcance ecuménico, del francés al japonés y lo demás es pólvora en salvas, medios inútiles e intempestivos y solo aptos para generar problemas sin resolver ninguno. Atribuir ahora una progenie aragonesa, como nos ofrece tiernamente Mas, es algo halagador mas poco verosímil; contradice otras declaraciones y actitudes suyas, como la de su resistencia (más que baturra) a que se restituyan los bienes pertenecientes a la Diócesis de Barbastro-Monzón (y otros a la de Huesca) pero que se retienen por el Obispado de Lérida con la ilegal protección que le dispensa la Generalidad. ¿Por qué?

Tanto la jurisdicción canónica que ultima sus decisiones judiciales por medio del Tribunal Supremo de la Signatura Apostólica de Roma, como la jurisdicción civil española (en este caso, el Juzgado de Primera Instancia de Lérida, su Audiencia Provincial y el Tribunal Superior de Cataluña) han reconocido en firme que esos bienes no pertenecen en absoluto, a la Diócesis de Lérida ni por usucapión ni por ningún otro título. No hace falta ser jurista para saber que el mero depositario de bienes no ostenta la posesión de los depositados ni podría por tanto, pase el tiempo que pase, adquirirlos por prescripción; seguro que también lo sabe Mas.

Asimismo, lo reconoció por unanimidad la Asamblea de Obispos de Cataluña a la que pertenece, claro, el obispo de Lérida. Encima, el actual obispo leridano y el que le precedió, también lo reconocieron en sendos documentos suscritos por ellos, por el obispo de Barbastro-Monzón y por los nuncios concernidos. Decir otra cosa sería tan falso como sostener, como se afirma desde allí y por personas especialmente vocadas por su ministerio a ser veraces (pero olvidadizas), que al Obispado de Lérida no le dejaron aportar al juicio civil y antes al canónico, «64 kilos de documentos» para probar la propiedad de aquellos bienes pero que los jueces (canónicos primero y civiles, luego), inadmitieron por justa causa, porque solo eran papeles intrascendentes y que en absoluto contenían título adquisitivo alguno.

Seguir alegando el infantil argumento de esos kilos, hace creer que ese obispado, y los poderes civiles que amparan sus fantasías, ignoran aunque parezca ridículo hasta suponerlo, que la prueba documental de los 64 kilos nunca dependería del peso sino de su eficacia probatoria; casi da vergüenza tenerlo que decir, pero la admisibilidad de tan graves documentos, no dependían de su pesantez en kilos sino de las razones o sinrazones que contuvieran y ocurrió que los tribunales no encontraron en aquel montón de plieguecillos, nada que acreditase el dominio ilerdense.

Pienso que los dirigentes de Cataluña deberían estar a la altura de su pueblo, sin ocultarles la verdad, en vez de pedirles que comulguen con ruedas de molino. No son difíciles los catalanes sino admirables por más de un motivo; si cabe que sí sean bastantes difíciles algunos de sus dirigentes políticos. En fin, la Iglesia quiere restituir, la Generalidad resiste y el Gobierno vacila en vez de aplicar la doctrina que administró a los papeles de Salamanca.