Resulta paradójico que algunos cuestionen la fiesta del 6 de diciembre, de la Constitución y nadie lo haga sobre la fiesta del 8 de diciembre, de la Inmaculada Concepción (I.C.). Por ello, todos los españoles debemos guardar fiesta, independientemente de creencias religiosas; seamos católicos, protestantes, ateos, agnósticos, etc. Un funcionario de la DGA no puede ir a trabajar tal día, porque se conmemora el dogma de la I.C. Un dogma es: un punto esencial de una religión, una doctrina que se tiene por cierta y que no puede ponerse en duda. El de la I.C. proclamado por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854, en su bula Ineffabilis Deus declara que, por una gracia especial de Dios fue preservada de todo pecado desde su concepción. No obstante, España se caracterizó durante siglos por su férrea defensa de tal dogma.

Manifiesto mi profundo respeto por las creencias religiosas de los católicos, como la de este dogma y que, por ello, quieran festejarlo. Pero pido también que respeten igualmente a todos aquellos que no lo sean.

Lo expuesto, me plantea una pregunta lógica. ¿Cómo encaja el hecho descrito con algunos artículos constitucionales? Artículo 14. Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión… Obviamente aquí se produce una discriminación positiva hacia los católicos. Artículo 16. 3. «Ninguna confesión tendrá carácter estatal….” ¿Una fiesta laboral con una motivación exclusivamente religiosa en un Estado aconfesional?

No obstante, estamos donde estamos por unos antecedentes históricos. Todo tiene un porqué. Ha calado en amplios sectores de la sociedad española acríticos y desconocedores de nuestra historia que una de nuestras características esenciales es la catolicidad. Naturalmente. Otras opciones religiosas, como la musulmana, judía o protestante fueron arrancadas de cuajo en nuestro historia. Obviamente, así, claro que España era católica, no cabía otra opción. De tan católica que ha querido ser se ha olvidado de ser cristiana. Y por ello, las jerarquías católicas se han creído y se creen todavía con el derecho a imponer determinadas opciones, no solo religiosas, sino también políticas, morales, sociales y culturales a toda la sociedad española, cuando amplios sectores tienen otras creencias religiosas, o no las tienen.

Miremos la historia. En 1788 el Santo Oficio incautó todos los ejemplares de la Encyclopédie Methodique, donde apareció el artículo Espagne, de Masson de Morvillers, en el que se dice; «El español tiene aptitud para las ciencias, existen muchos libros, y, sin embargo, quizá sea la nación más ignorante de Europa. ¿Qué se puede esperar de un pueblo que necesita permiso de un fraile para leer y pensar? Si es una obra inteligente, valiente, pensada, se la quema como atentatoria contra la religión, las costumbres, el bien del Estado: un libro impreso en España sufre regularmente seis censuras antes de poder ver la luz, y son un miserable franciscano o un bárbaro dominicano quienes deben permitir a un hombre de letras tener genio».

El 8 de octubre de 1931, en las Cortes de la II República en el debate sobre la «cuestión religiosa», Fernando de los Ríos, entonces ministro de Justicia con un profundo dolor terminó su discurso: «Y ahora perdonadme, Señores Diputados, que me dirija a los católicos de la cámara. Llegamos a esta hora, profunda para la historia española, nosotros los heterodoxos españoles, con el alma lacerada y llena de desgarrones y de cicatrices profundas, porque viene así desde las honduras del siglo XVI; somos los hijos de los erasmistas, los hijos espirituales de aquellos cuya conciencia disidente individual fue estrangulada durante siglos. Venimos aquí pues -no os extrañéis con una flecha clavada en el fondo del alma, y esa flecha es el rencor que ha suscitado la Iglesia por haber vivido durante siglos confundida con la Monarquía y haciéndonos constantemente objeto de las más hondas vejaciones: no ha respetado ni nuestras personas ni nuestro honor; nada, absolutamente nada ha respetado; incluso en la hora suprema de dolor, en el momento de la muerte, nos ha separado de nuestros padres».

En el Concordato de 1953 entre la dictadura franquista y la Santa Sede y en su artículo 1)°: «La Religión Católica, Apostólica, Romana sigue siendo la única de la Nación española y gozará de los derechos y de las prerrogativas que le corresponden en conformidad con la Ley Divina y el Derecho Canónico.

Y con la llegada de la democracia se firmaron en 1979 los Acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede, y en el Acuerdo sobre asuntos jurídicos y en su artículo III se especifica: «El Estado reconoce como días festivos todos los domingos. De común acuerdo se determinará qué otras festividades religiosas son reconocidas como días festivos». Acuerdos que en estos 38 años ningún gobierno se ha atrevido a denunciar. Ya va siendo hora. Y si algún gobierno, como el Ayuntamiento de Zaragoza, muestra algún intento de defender la laicidad, se ve sometido a ataques furibundos. Me parecen muy oportunas las palabras del conde de Romanones: «Para el gobernante, pocas cosas hay más difíciles y delicadas que cuanto atañe a las relaciones con la Iglesia, terreno muy propenso a resbalarse. Para recorrerlo, toda precaución es poca». H *Profesor de Instituto