El año pasado, un amigo tuvo la dudosa suerte de hacer un crucero por el Mediterráneo en pleno verano. Al regresar me contó algo inquietante que relato ahora, con su permiso y con la convicción de que bajo lo anecdótico del episodio se esconden profundas y sugerentes interpretaciones.

El crucero, en una lujosa compañía de origen europeo, aunque de capital ya totalmente estadounidense, zarpaba de la bella Barcelona, tocaba chufa en la exótica Estambul, para devolver finalmente a tierra a sus pasajeros en la romántica Venecia, después de 25 días picoteando la costa norte del Mare Nostrum.

Entre los atractivos del viaje, se contaba la escala en nada menos que cinco islas griegas, esas perlas que algún avispado alemán sugirió que podían ser vendidas por el país heleno o canjeadas por una parte de su cuantiosa deuda. En su relato, mi amigo no dudó en mostrar su decepción por algunos aspectos del viaje, en particular las islas, colapsadas por los turistas las más fotogénicas, deslucidas y sobrevaloradas algunas de sonoro nombre, carentes de verdaderos atractivos turísticos otras y venidas a menos aquellas que alguna vez fueron algo.

PERO VAYAMOS a la anécdota. Tras recalar unas horas en Atenas y visitar los lugares arqueológicos de rigor y los escenarios de las revueltas, convertidos en iconos de una revolución de titubeante indignidad, mi amigo tenía ganas de llegar a Lesbos, una isla por la que, sin saber muy bien el motivo, se había sentido especialmente atraído desde que conoció el programa del viaje.

El desembarque estaba previsto para las 9 de la mañana, mediante pequeñas lanchas (tenders en el argot crucerístico). El cielo estaba completamente despejado y apenas soplaba una leve brisa que rizaba muy suavemente la superficie del mar. Hacia las 9.30 h., después de algunas informaciones contradictorias que circulaban sin control por las cubiertas del buque, la megafonía anunció que las condiciones climatológicas no eran óptimas. A los pocos minutos, el capitán en persona explicaba de modo incomprensible que la fuerza del viento hacía muy peligroso el trayecto entre la nave y tierra firme y que comprometía incluso la estabilidad del buque si permanecía fondeado, por lo que inmediatamente se ponía rumbo hacia aguas más seguras. La compañía compensaba a los pasajeros con una botella de champagne por camarote y una cesta de frutas.

A mi amigo le llamó la atención que pocos pasajeros expresaran en voz alta su contrariedad y que nadie protestara ni pidiera explicaciones adicionales a una excusa absolutamente inverosímil. Para más inri, en las horas que siguieron, la carísima conexión a internet del crucero sufrió una extraña e inexplicada avería, que fue compensada con otra botella de champagne, acompañada esta vez de deliciosos canapés.

Hablamos de agosto de 2015, cuando la crisis de los refugiados no había alcanzado aún las magnitudes que ahora conocemos y la isla de Lesbos seguía siendo un inocente destino turístico en el que la vergüenza europea todavía podía ocultarse a los viajeros sin demasiadas dificultades. Mi amigo no ha podido averiguar qué ocurrió realmente aquel día en que tocaba Lesbos. Descartada la veracidad de la justificación meteorológica, parece claro que o bien las autoridades griegas temieron no poder seguir escondiendo el drama y cerraron la isla, o bien el capitán decidió no exponer al pasaje a los riesgos de una avalancha de refugiados sobre Lesbos. También es posible que "alguien" considerase poco apropiado un encuentro informal entre cruceristas y refugiados.

MÁS ALLA de consideraciones de oportunidad, la decisión griega, la actitud mayoritaria de los pasajeros del crucero y la forma de proceder del capitán, pretextos y compensaciones incluidos, constituyen todo un símbolo de cómo Europa no se está enfrentando al drama de los refugiados y de hasta qué punto la construcción europea hace aguas justo en el momento en el que el viejo continente debería estar más unido que nunca frente a las amenazas. Además de ser de muy dudosa legalidad, resultan vergonzosas la soluciones propuestas: la de comprar con dinero y prebendas a la insegura Turquía para que esconda el problema y la de vender a precio de oro bulas y dispensas a los países de la UE que rechacen acoger refugiados.

En el otro platillo de la balanza, que los londinenses hayan elegido a un alcalde musulmán de origen pakistaní es una buena noticia, que actúa como contrapeso en vísperas del referéndum para decidir sobre el Brexit.

Más o menos, Europa.

Escritor