Eran los años 90 cuando un verano, en el transcurso de un curso sobre Política Internacional en una idílica isla del Dodecaneso me enamoré perdidamente de un griego y por ende de su país, Grecia. Me casé. Pensé que sería fácil integrarme: País mediterráneo, mar mediterráneo, productos mediterráneos, cultura mediterránea, hasta los sonidos del idioma heleno, en la distancia se confundían con el castellano de España: sonoridad fuerte y contundencia en la pronunciación. (zita, gi...)

Pero llegó el invierno y también el día a día de una española en Grecia. Fue entonces cuando intenté conocer el verdadero corazón de este país.

Los griegos viven a caballo entre Oriente y Occidente y eso se palpa en su forma de entender la vida. Por un lado, son intrínsecamente europeos y se jactan de ser la cuna de Occidente, pero por otro, son pasionalmente orientales; dados a la exuberancia y al placer de los sentidos, lo que se refleja en una laxa interpretación de las normas, que en algunos momentos me sacaba de quicio. Viven en esa eterna esquizofrenia que les lleva a un estado de nostalgia continua. Palabra griega que significa regreso y dolor, un sentimiento o necesidad de anhelo por un momento perdido. Esa sería, en realidad, la definición que, siempre bajo mi subjetiva opinión, definiría a los griegos. Nostalgia por lo que fueron y ya no son y por lo que tuvieron y ya no tienen. Pero además, sufren un atávico sentimiento de amor no correspondido por Europa.

Sus destinos se bifurcaron durante el Imperio Romano, con la escisión del cristianismo. Vivieron oprimidos durante el Imperio Otomano, mientras que el resto de Europa avanzaba en una cultura común. Ya en el siglo XIX, los vestigios arqueológicos de su pasado fueron esquilmados por los británicos. Todavía litigan los griegos por recuperar las Cariátides y el Friso de la Acrópolis, que se exponen en el Museo Británico. Pero, si por alguien se sienten maltratados es por Alemania, país que invadió Grecia durante las dos guerras mundiales y que provocó un desastre humanitario y económico.

Ese recuerdo ha resurgido en el país heleno estos últimos años de crisis, en los que los griegos han sufrido nuevamente el férreo control europeo, que identifican con Merkel.

Es verdad que siempre interpretaron el rigor económico y los compromisos para con el Estado de una manera un tanto frívola...

Durante mi estancia en Grecia me llamaba poderosamente la atención que, para agilizar las gestiones en la administración pública, siempre venía bien dar una "pequeña propina" al funcionario de turno. También es cierto que los salarios eran miserables. También es cierto que ningún médico te daba una factura tras pagar la consulta... ¿les suena?...

Hace unos meses leía en un periódico griego que algunos médicos de Kolonaki, la zona más pija del centro de Atenas, vamos un barrio Salamanca a lo griego, declaraban ganancias en su declaración de renta de 300 euros al año. Vamos para reírse y no parar.

Ahora, los pensionistas, parados y los que no tienen el dinero a buen recaudo fuera del país, son los que más están sufriendo los recortes impuestos por Bruselas. Los sueldos bajan, las pensiones se reducen y los impuestos y las restricciones aumentan...

Era lógico que las políticas de austeridad, con semejantes precedentes, provocaran este vuelco electoral. Los griegos ya están hartos de los nombres de siempre educados en Inglaterra y Estados Unidos: Papandreus, Papoulias, Samarás, Venizelos, Mitsotakis...

Han optado por fórmulas ¿nuevas? Las que ofrecen los nazis de Amanecer Dorado y, cómo no, las fórmulas de Syriza, movimiento liderado por un funcionario y sindicalista griego.

¿Es trasladable a España? Ustedes comparen.

Periodista