Me estremece la noticia que veo en todos los informativos, de la señora que acaba de encontrar a su hija. No la había perdido. Se la habían raptado. Se la habían robado. ¿Unos delincuentes mafiosos, quizás? En el fondo, sí. Una mafiosa delincuente. Una mujer de Dios. Una monja.

Una monja, con todas las de su ley, inscribió a esa niña con otro nombre. Con los datos de la familia a la que había vendido a esa criatura. Se la quitó a la madre natural y la ofreció a sus nuevos padres. Sin más. En un acto criminal.

Vivimos estos días inmersos en el recuerdo de la muerte de Cristo, aquel visionario, loco, friki, aquel primer marxista que predicaba cosas tan peligrosas como que hay que dar pan a nuestros hermanos y hay que sospechar de los ricos. Ese mensaje tan apropiado para estos tiempos ha sido tan manipulado por los concesionarios de esta idea, que han creado una gran franquicia mundial. Si Cristo regresara de verdad a la Tierra, la emprendería a tiros con media humanidad.

Pero todos éstos tienen suerte. Mucha suerte. La fortuna de que Dios no existe. Si su Dios existiera con todas las consecuencias, muchos de estos hombre ejemplares lo iba a pasar muy mal. Los políticos que condenan al hambre a sus pueblos, los gobernantes que no gobiernan para los ciudadanos, los banqueros sin escrúpulos (quizá un contradiós). Los hipócritas, los cínicos, los insensibles, los crueles, los indolentes. Los criminales como esa monja que raptó a un hijo para venderlo. No debe haber clemencia. Pero tienen suerte: Dios no existe.