David Runciman en su libro Política señala que la revolución más importante del siglo XXI no ha sido política, sino la de las tecnologías de la información. Sus efectos transformadores proliferan por doquier. Este vertiginoso e impredecible cambio tecnológico contrasta con un raquítico cambio político. Frente a una política estática en la UE y USA, sus ciudadanos han visto revolucionada su vida con la Red, y su disponibilidad de útiles baratos y eficientes han cambiado radicalmente sus relaciones humanas. En China la política empantanada, mas las nuevas tecnologías han transformado la vida de sus habitantes, con los más de mil millones de teléfonos móviles activos. No es descabellado pensar que la revolución tecnológica ha contenido la política. Las revoluciones políticas en la historia las han protagonizado los jóvenes. Hoy con el WhatsApp tienen suficiente.

La tecnología hace a la política obsoleta; sus cambios son tan rápidos que los gobiernos parecen lentos y torpes. El pensamiento político parece insustancial frente a las grandes ideas surgidas de la tecnología. En los países desarrollados existe un gran desencanto con la política. Aquí la política además de encanallada parece rancia y especialmente, en los Estados de bienestar grandes e inflexibles creados después de la II Guerra Mundial. Es muy fácil asociar la política con la corrupción y la burocracia. El mundo de la tecnología, en cambio, es dinámico, flexible, emocionante e inventivo. Es incansable en su búsqueda de cosas que funcionen y no admite mentalidades políticas estériles. ¿Cuándo un gobierno creó algo tan útil como Wikipedia o tan enriquecedor como Google? Cuando intentan ponerse al día en tecnología los políticos democráticos dan lástima. Se ha abierto una brecha cada vez mayor entre la tecnología y la política.

A la sociedad le preocupa menos una epidemia de insensatez política que una catástrofe tecnológica: sistemas que se caen, cajeros automáticos cerrados, teléfonos sin red, aviones desplomados. Se ha expandido la idea de que más valdría poner al frente de la política a expertos, o sea, los tecnócratas. Mas ¿qué clase de expertos o tecnócratas? En la primera mitad del siglo XX, y sobre todo durante la Gran Depresión, cuando se produjo un fracaso estrepitoso de los políticos, la tecnocracia fue el gobierno de los ingenieros industriales. La masa exigía una cantidad ingente de productos, hechos en fábricas con procesos productivos complejos, que dirigían expertos ingenieros. En el último tercio del siglo XX frente al declive de la producción industrial las finanzas adquirieron una hegemonía casi absoluta. Los banqueros se hicieron con el poder. Ahora financiar una fábrica era más importante que poseerla, dirigirla o trabajar en ella. Y sobre todo las empresas de servicios que alimentaban el crecimiento económico y satisfacían los deseos de los consumidores. El poder pasó a manos de quienes dirigían los instrumentos de la deuda, y a los que recurrimos en busca de soluciones tecnocráticas para nuestros problemas políticos. Como muy bien dice Maurizio Lazzarato en su libro La Fábrica del hombre endeudado, la deuda, tanto privada como pública, es la base de explotación y sumisión de la población en el proyecto neoliberal.

La situación es clara hoy. Han tomado el poder los presidentes de los bancos centrales independientes, a quienes se les ha encomendado la tarea de dirigir la economía controlando la inflación y atenuando los altibajos de los ciclos económicos. Su independencia es absoluta para librarse de las interferencias de los políticos, prestos a echarlo todo a perder por una visión cortoplacista de las campañas electorales. Cuando el presidente del BCE habla o se calla los mercados tiemblan. Y si los mercados tiemblan, también los políticos. Esta nueva tecnocracia es visible en las personas a las que acudimos cuando llegan las crisis. En la peor del euro, Italia y Grecia, instauraron dos gobiernos tecnocráticos para superar el impasse político. Dos expertos no electos reemplazaron a unos políticos salidos de las urnas. Expertos, en su gran mayoría banqueros, financieros y economistas, antiguos empleados de los grandes bancos americanos, especialmente Goldman Sachs. Mas aquí hay una trágica paradoja. Recurrimos en busca de soluciones a unos expertos que son precisamente los causantes de nuestros problemas. ¿No fueron los presidentes de los bancos centrales los responsables de la crisis de 2008? Que estos expertos estén al mando solo puede entenderse porque son los únicos que conocen la salida del túnel en el que nos han metido. Las altas finanzas son crípticas, no es el ámbito de la sabiduría, sino el de la oscuridad.

Que esta nueva tecnocracia gobierne, muchas veces se debe no a su competencia técnica sino a la habilidad para forjar contactos. Las credenciales de Monti y de Papademos para llegar al poder fueron sobre todo sus buenas relaciones con Mario Draghi, que al igual que ellos habían estado en Goldman Sachs.

La realidad desagradable está ahí. Mas, como dijo Benjamín Constant existe el riego de que si dejamos la política en manos de un grupo reducido de expertos, no sabremos cómo quitársela de las manos cuando la necesitemos. Necesitamos más política. Profesor de Instituto