Beatriz Sánchez no necesitará despertador mañana. Cada 11 de diciembre se despierta invariablemente a las 6.13 horas, asegura, desde que lo hiciera en 1987, el día de su quinto cumpleaños, sobresaltada por el estruendo y cubierta de trozos de pared del cuartel que era su casa y la de su familia. Su hermano mayor estaba bajo su cama, nunca han sabido si por instinto de supervivencia o por la onda expansiva.

Beatriz es una de las cinco víctimas que la semana pasada se acercaron al monolito del parque de la Esperanza, en el antiguo solar de la casa cuartel, para recordar el atentado antes de que mañana se produzca la conmemoración oficial y reclamen, una vez más, que no se les olvide.

El atentado en su casa siempre fue «un tema tabú», explica, y pasó su niñez creyendo «que se habían equivocado, porque íbamos a celebrar mi cumpleaños a las seis de la tarde y lo hicieron a las seis de la mañana, pero el petardo se les fue de las manos». No comprendió, hasta años después, por qué los compañeros de su padre la sacaron y la llevaron con sus abuelos.

Entre estos rescatadores estaba Atanasio Ruiz, cuya mujer quedó prácticamente inválida, a la larga, por el golpe del armario que le cayó encima tras la deflagración. Él no resultó herido físicamente, pero recuerda «como si fuera ayer» aquellos momentos de confusión, sacando heridos y muertos de entre los cascotes. Apenas faltaban 20 minutos para que se levantase y saliera de patrulla, cuando le despertó la explosión y los muebles. «Lo primero era ayudar a mi mujer a quitarle el armario de encima y ver cómo estaban mis hijas».

Ruiz no incide en que pasara miedo, porque por su trabajo, «lo que ahora sería antidisturbios», ha abierto «muchas puertas peligrosas en la vida», explica.

Su familia lo pasó peor, su mujer por las lesiones y su hija mayor por las secuelas psicológicas. Él, asegura, no lo podrá olvidar nunca, pero «como iba mucho a correr al campo, echaba por allí cuatro lloros y me desahogaba».

Todo hubiera sido distinto, explica tajante, si a su familia le hubiera pasado algo. «No estaríamos hablando aquí ahora, estaría muerto o en la cárcel, porque habría ido a por ellos», afirma. En estos 30 años lamenta que haya habido un paulatino olvido social y político -«les importa un pepino lo que nos pase»-, y no concibe cómo Josu Ternera aún está en libertad. Como el resto, ni ha pasado por el programa con el que los presos contactan con las víctimas, ni quiere hacerlo. «No les perdonaría nunca», zanja.

Tampoco lo haría Pilar Ballarín, hermana y tía de sendas víctimas, a la que sacaron de la cama con una llamada. Recuerda el camino desde su casa de la avenida Salvador Allende, la esperanza que aún mantenía. «Íbamos para llevarnos a mi sobrina, porque siempre piensas que esto les va a pasar a otros. Eran los años de plomo, estábamos acostumbrados, pero nada te prepara para esto».

Cuando llegó, recuerda «el caos, un escenario horrible», con el edificio prácticamente derruido. «La parte donde vivía mi hermano estaba derribada, pero aún así pensaba que se había salvado, que estaría ayudando, como mucho herido». No fue así. Desde entonces, «lo recuerdas todos los días, sobre todo en ocasiones especiales, celebraciones y demás. Lo peor es que me ha tocado vivir con odio», resalta la mujer.

Entre los heridos figuró Pascual Grasa, el guardia civil que vio en primera fila, desde la verja, cómo Henri Parot aparcaba el mortífero R-11. «Le dije que ahí no se podía aparcar, porque pensé que vendría a traer algún paquete, o hacer algún recado, lo que fuera», recuerda. «Pero echó a correr y se lanzó dentro de un coche que le estaba esperando, y en seguida empezó a salir un humo muy denso del coche», explica. Intentó avisar, pero en cuanto dobló la esquina «la onda expansiva me empujó como una ola de mar. De ahí me llevaron al hospital, con quemaduras y fracturas», explica, aún afectado por las secuelas físicas. «Psíquicas, gracias a Dios, no, salvo el dolor de ver morir a compañeros», añade.

Grasa avisó a uno de ellos para que se alejara. Era Antonio Ariza, guardia civil que trabajaba como mecánico, y estaba saliendo con el coche. Él vio a Parot corriendo y saltando a otro coche, y la explosión le pilló en el suyo, del que tuvo que salir por la ventana. Tras la conmoción, ayudó a rescatar a algunas víctimas, y se le quedó en la memoria cómo, al levantar una placa de yeso, había dos niños entre dos camas, levantando la cabeza «como los pájaros esperando a la madre en el nido». Otros niños no tuvieron tanta suerte. «¿Qué culpa tenían ellos, qué mal habían hecho? Yo ni olvido ni perdono», afirma Ariza. Ninguno lo hace.