Es habitual que los columnistas, comentaristas o como mejor prefieran llamarnos a los que escribimos de memoria en los diarios acotemos a nuestro entorno inmediato fenómenos que tal vez se están produciendo en medio mundo. O sea, como cuando decimos "esto sólo pasa en Aragón", y resulta que también sucede en Cataluña (en versión corregida y aumentada); o cuando nos mesamos los cabellos (simbólicamente, claro) ante los vicios públicos de España y tales perversiones no les llegan ni a la altura del liguero a las que practican en la Francia.

Algunos creen que reflexionamos así por complejo de inferioridad (que nos creemos más bobos o más truhanes); pero yo suelo pensar que no es eso, sino lo contrario: somos tan chulos que nos tenemos por el centro del universo.

Ahora mismo, el agua de boca que casi no llega ya a los grifos de Huesca capital es exigida perentoriamente en los invernaderos, los campos de golf y las urbanizaciones del Levante. Y la que sale por los grifos de Zaragoza, cuya potabilidad al parecer es más bien escasa por no decir nula, es considerada por la derecha de Valencia y Murcia como el sucio botín de un robo: les hemos quitado el Ebro.

Pero hemos de suponer que cosas así también ocurren en otros lugares del planeta. Peores incluso. En todas partes cuecen habas y en todos los países de tradición democrática las normas que rigen las instituciones están llenas de cauciones y reservas, a fin de que nadie pueda malversar (por activa o pasiva) el erario público. Invirtiendo la regla, los derechos y deberes de la ciudadanía deben ser objeto de sistemático control a fin de que la buena gente no abuse de los primeros y eluda los segundos. Que es lo que, según parece, ocurre a veces con las plazas escolares: que algunos padres de alumnos, para coger ventaja, usan trucos de prestidigitador profesional.

Ahora bien, lo que sí dudo es que haya por ahí una policía local que, puesta a reivindicar mejoras laborales, gaste los increíbles modales que exhibe la de Zaragoza. En eso sí que somos únicos.