La normativa sobre lenguas que han parido PP y PAR no es un hecho anecdótico. Se equivocan quienes consideran baladí este asunto y argumentan que ahora tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos. En realidad, la Ley aprobada esta semana en las Cortes de Aragón es, en su ridícula terminología y en su absurdo contenido, un síntoma de las limitaciones que atenazan a quienes gobiernan hoy Aragón. Si son capaces de exacerbar porque sí un conflicto que hasta ahora no había existido, ¿qué no harán cuando se trate de resolver cuestiones mucho más árduas? A la vista de esa estupidez del lapao y el lapapyp, uno puede explicarse los desbarres sanitarios de Oliván, las alucinaciones educativas de Serrat o las meteduras de pata de Fernández Alarcón, por poner tres casos explosivos.

Ya sé que la clave del pitorreo lingüístico perpetrado por la derecha aragonesa está en el lapao. Los conservadores tierranoblenses siempre han atizado sentimientos anticatalanes. Es más, han intentado definir a Aragón no por lo que es sino por lo que le opone a Cataluña. En sus inicios el PAR intentó modificar la bandera aragonesa metiéndole la cruz de San Jorge, sólo para que no se pareciera a la senyera de nuestros vecinos. Esa capacidad para joder lo propio con tal de fastidiar al de al lado es característica de la Tierra Noble (quiero decir, de su lado más cazurro) y nos ha traído pésimas consecuencias. Pero ahí sigue... Como seguirá seguir hablándose el catalán en las comarcas orientales. Es más, si lo que pretendían PP y PAR era expulsar algún demonio, van a conseguir el efecto contrario. En la Generalitat se frotan las manos.

Las variantes de la fabla, mucho más frágiles que el catalán, pagarán el pato. ¿Por qué? Nadie pretendía que los castellanoparlantes aprendiésemos las otras lenguas ni cosa parecida. Existía ya una tradición de respeto a los idiomas minoritarios. ¡Ah!, pero la derecha baturra quería desahogarse y disfrutar de su momento de gloria.

En el ADN del conservadurismo español (y por tanto del aragonés, que es una de sus variantes más brutas) está el deseo de meterse en la vida de las personas. Es una particularidad genética antigua introducida por la Iglesia. Ahora, muchos reaccionarios se autodenominan liberales. Dudo que Adam Smith les reconociera como tales, pero estoy seguro de que ningún clásico del liberalismo admitiría en su bando a unas gentes empeñadas en controlar con quién dormimos, con quién nos casamos, cómo nacemos, cómo morimos y qué lengua hablamos. No, la Ley de Uso Protección y Promoción de las Lenguas y Modalidades Lingüísticas Propias no es sólo una majadería. Es una señal de alarma (¡otra!) que advierte de hacia dónde va Aragón.