La foto de la fuga de Luis Roldán no lleva su cara, sino la de Antoni Asunción. En la tarde del 29 de abril de 1994, el entonces ministro del Interior entraba y salía con mucha frecuencia de la sala en la que se reunía el comité federal del PSOE buscando un despacho en el que poder hablar por teléfono con tranquilidad. Los móviles no estaban generalizados, ni la mensajería rápida. Pero desde hacía 48 horas Asunción era un hombre pegado a un teléfono.

En una de esas salidas, con el rostro demudado, ya no volvió a entrar. Las noticias, los rumores, las sospechas, las declaraciones políticas y los autos judiciales se producían con más rapidez que el pautado curso de las manillas del reloj. La realidad era más veloz que el tiempo, en un claro desafío a las leyes de la física, y olía a corrupción y sangraba a los socialistas. Aquella tarde se materializó algo que nadie quería creer: el exdirector general de la Guardia Civil había puesto tierra de por medio entre él y los tribunales. Ese año la Benemérita celebraba el 150° aniversario de su fundación.

Un espejismo

"Cógelo, cógelo". De la boca de Felipe González solo salían esas dos palabras, o una. Desde primera hora de la mañana el ministro informaba al presidente del Gobierno de la situación: todo estaba controlado. Un espejismo.

Dos días antes, el miércoles, la jueza Ana María Ferrer había pedido la retirada del pasaporte a Luis Roldán y le había citado para que compareciera en el juzgado el día siguiente. Pero no se presentó. Hacía semanas que en las conversaciones políticas no se descartaba una maniobra del exjefe policial para eludir a la justicia, cuyo aliento debía de sentir cada vez más. En los pasillos del Congreso, cada día de esa semana, los periodistas le hacíamos la misma pregunta una y otra vez a Asunción: "¿Qué saben del exdirector general de la Guardia Civil? ¿Dónde está?". Y el ministro respondía, impasible, que la policía lo tenía controlado. Y así había sido, pero ya no era verdad ese viernes. El jueves había dado esquinazo a la policía en Zamora.

Luis Roldán, en Zaragoza. ARCHIVO

Los socialistas habían sacado el paraguas y creyeron que podían reunir a su máximo órgano de dirección como si no pasara nada. Pero no escampaba. La pelea entre renovadores y guerristas era a muerte. Los primeros habían conseguido el silencio aprobatorio de Felipe para acabar con los seguidores del exnúmero dos. "Nos están renovando al amanecer", decía con sarcasmo uno de ellos recordando la frase acuñada en los fusilamientos de la guerra civil.

El problema, además de aparcar las ideas fundacionales del socialismo y de aplicar recetas liberales a la crisis de los primeros años 90, era la corrupción. Los dirigentes del PSOE y los medios de comunicación ya no hacíamos, por inútil, previsiones diarias; esperábamos a conocer la última filtración periodística o judicial. Todos los días un nuevo escándalo.

Filesa, los GAL, los atentados de ETA, Mariano Rubio y su favoritismo desde el Banco de España con su amigo Manuel de la Concha en la presidencia de la Bolsa, Narcís Serra y sus escuchas ilegales (incluido al Rey) del CESID, el presidente de Renfe, Julián García Valverde, y las comisiones del AVE, la directora del BOE, Carmen Salanueva, y la de la Cruz Roja, Carmen Mestre, forzadas a dimitir por gestiones dudosas, como los ministros Javier Gómez-Navarro, Vicente Albero y, poco después, el propio Serra como vicepresidente y Carlos Solchaga como jefe del grupo parlamentario. Una montaña rusa de vértigo imposible de tuitear, aunque hubiera existido el invento.

"Y Felipe sin dimitir". La frase la acuñó el dibujante Peridis como coletilla desenfadada de una madeja cada vez más difícil de desenredar, en cuanto a los intereses de las filtraciones. El presidente del Gobierno reconoció, también en público, que su equipo carecía de liderazgo pero no estaba dispuesto a dejarlo "por responsabilidad". Estaba rodeado, había prescindido de su último cortafuegos, Alfonso Guerra, y los peones que vinieron después estaban cayendo unos tras otros víctimas de sus propias promesas de limpieza. Faltaban pocos meses para que se le asociara con la X de los GAL.

Una fuga de película. ARCHIVO

Nunca hubo pruebas —solo Luis María Anson ha reconocido que en esa época hubo una "conspiración" contra el partido en el poder—, pero sí sospechas muy fundadas de que todo empezó cuando el PP perdió las elecciones por un estrecho margen de votos y solo 18 escaños. José María Aznar, recién llegado al liderazgo de una renovada derecha, se creía de verdad que las iba a ganar. No fue así y pasó poco tiempo hasta que acuñó su famoso mantra "váyase, señor González" y Julio Anguita le ayudó con su famosa pinza.

En ese contexto se produjo la gran fuga. Hasta el momento, con más o menos ganas y apoyos, los imputados habían acudido a los tribunales, a las comisiones de investigación creadas en el Congreso y a la prensa a contar su versión. Roldán jugó el órdago y se llevó la mano. El juego lo tenía perdido desde hacía tiempo. "Tengo basura pero no la utilizaré", les había dicho a los diputados de la comisión de investigación pocos días antes.

Pero se había abierto la veda. Sus amigos y superiores José Barrionuevo y José Luis Corcuera le habían abandonado, y desde su testaferro y socio hasta el Ministerio de Hacienda (Pedro Solbes), pasando por el nuevo equipo dirigente de la Guardia Civil y la Fiscalía, no dudaban en hacer públicos documentos y declaraciones que corroboraban la sospecha de que Roldán había aumentado su patrimonio a costa de las arcas públicas.

500 millones (de pesetas)

Según la Fiscalía, cuando dejó el cargo, en diciembre de 1993, tenía 500 millones de pesetas más en el bolsillo (algo más de tres millones de euros), aunque algunos diputados de la comisión de investigación parlamentaria hablaron de 5.000 millones de pesetas. Todo ello a cuenta de los huérfanos del Cuerpo, para mayor escarnio de un llamado partido obrero, como se lamentaban sus dirigentes.

Roldán y los 500 millones. ARCHIVO

Mientras asunción le daba a Felipe toda clase de detalles sobre el seguimiento policial a Roldán —nunca se ha aclarado si de verdad estuvo en la finca de la familia de su mujer en Mombuey (Zamora) y de ahí pasó a Portugal— y el presidente solo decía "cógelo, cógelo", comenzó a crecer la madeja de la sospecha. Sin dar tiempo a que los suyos se recuperaran del shock, Alfredo Pérez Rubalcaba, portavoz del Gobierno, tenía que salir al paso de las sospechas y negaba conocer el paradero de Roldán antes de que se fugara. ¡Qué quería más Anguita! Dio un plazo de 24 horas al Ejecutivo antes de acusarle de amparar la fuga.

La madrugada del viernes 29 al 30 de abril de 1994 pocos durmieron y menos que nadie Felipe González y Antoni Asunción. El presidente anuló su viaje oficial a varios países del Este de Europa y el ministro se preparó para dimitir y para dar explicaciones en el Congreso.

El apodo de Asunción

Durante la cena con un reducido grupo de periodistas, Asunción ya sabía que pasaría a la historia con el apodo de El Breve —solo llevaba cinco meses en el cargo— y que para otro sería la gloria de la detención, tarde o temprano, del prófugo. Con el premio se quedó otro juez justiciero, Juan Alberto Belloch, que sumó Interior a su cartera de Justicia.

Los socialistas hicieron verdaderos esfuerzos, recibidos todos ellos con escepticismo, por exculpar a Asunción tanto por negligencia (Interior era responsable de la vigilancia de Roldán) como por connivencia. Le ha quemado la "buena fe", decían, "le han engañado en las pesquisas", enfatizaban.

Mientras, Roldán iba camino de la otra punta del mundo —fue detenido 11 meses después en Bangkok, en una entrega pactada— y nos habituábamos a un nuevo término del lenguaje político que no nos ha abandonado aún: crispación.