El oscense Diego Cajal, en Grecia, y la zaragozana Patricia Pérez, en la República Democrática del Congo, son dos ejemplos de jóvenes de nuestra comunidad que han arrimado el hombro y se han atrevido a viajar a zonas conflictivas. Ahora recuerdan dos experiencias que les han servido como aprendizaje.

«Allí, ser deportado era peor que el hambre»

Durante el verano de 2015 comenzó en Grecia la conocida como crisis de los refugiados, sobre todo provenientes de la guerra en Siria y distintos puntos de Oriente Medio. Las playas del país heleno se convirtieron en uno de los puntos más importantes de recepción de personas que cruzaban el Mediterráneo buscando abandonar las zonas de conflicto.

La llegada de los refugiados provocó también una oleada de solidaridad y voluntarios de todo el mundo se sumaron a ayudar en lugares como los campos de refugiados de Lesbos durante ese verano y los posteriores. En los meses estivales de 2017, dentro de uno de los hoteles de acogida de refugiados en Atenas, conocidos entonces como ‘squats’, el joven oscense Diego Cajal (22 años) se encontraba dispuesto a ayudar en lo que fuera posible. Desde recoger alimentos hasta «enyesar» las paredes de estas viviendas improvisadas. Coincidió con colaboradores internacionales y refugiados, sobre todo sirios, pero también afganos, kurdos y de minorías étnicas de otros países como Pakistán. «Era un momento muy complicado a nivel de descontento social y de pobreza. La ayuda para los refugiados y la gente de ahí era mínima», relata.

«Afganistán ha despertado más interés mediático»

Diego acababa de terminar entonces segundo de bachillerato y vio el viaje como una opción de implicarse de forma directa en el problema y materializar así su «motivación personal» de ayudar. «Escuchas mucho sobre el tema pero no sabes muy bien qué hacer», señala. Viajar entonces a Grecia suponía encontrarse con amenazas como el auge de la extrema derecha en las calles, boicoteando este tipo de iniciativas sociales. También, conocer situaciones realmente duras. «Tres días después de llegar al hotel, un joven de unos 26 o 27 años, de origen afgano, se ahorcó. Fue muy chocante y hasta lo llegas a entender por la situación de vida que llevaban», recuerda.

Los fantasmas de la crisis de los refugiados de Grecia, que desde entonces ha seguido recibiendo un goteo constante de personas, han vuelto a aparecer con la toma de Afganistán por parte de los talibanes. La diferencia, para Diego, está en que esta ha despertado un mayor interés entre la población por ser una amenaza que ya conocíamos de hace tiempo. «Los países occidentales son más conscientes del papel que han tenido. Que hayan retransmitido en directo la evacuación de Kabul dice mucho», apunta.

El principal miedo de los refugiados sigue siendo volver a las zonas de conflicto de las que escaparon. «Tenían más miedo a la deportación que a estar dos o tres días sin comer», subraya, sobre la crudeza de la situación para familias enteras de refugiados entonces.

«Me preguntaron si iba a volver y dije que sí»

Nada más aterrizar en Kinsasa, capital de la República Democrática del Congo, Patricia Pérez (22 años) entendió que su primera experiencia como voluntaria fuera de España no iba a ser sencilla. Le habían advertido de lo que se podía encontrar en el “pequeño aeropuerto”, como ella lo describe, de la capital congoleña.

El primer contacto con la realidad del Congo lo tuvo al pasar un particular control sanitario, prueba PCR incluída, en una sala sin ventanas y sufriendo un calor agobiante. «Había unas 70 personas que se apiñaban todas en la puerta gritando al guardia a la vez para ver quién le daba la documentación para hacerse la prueba antes», recuerda. Ahora bromea sobre por qué no hacían una fila. «Son personas bastante impacientes y poco ordenadas», añade.

«El problema de la malaria es no tener acceso a los hospitales»

Tras «hacerse un hueco» entre la gente para superar ese trámite, comenzaba su voluntariado en el país africano de la mano de la asociación Creer en Ellas, que conoció gracias a un contacto de su tía. «Se dedican a a acoger a chicas que salen del orfanato, sin familia, que tienen como únicas salidas la calle y todo lo que conlleva», cuenta Pérez.

Labores de inclusión social que pasan por costear los estudios de las niñas, ayudarlas a formarse y a conseguir un trabajo para salir adelante en un entorno complicado. Las situaciones de violencia contra la mujer en el Congo son el pan de cada día. «Las pueden castigar por la calle y no puedes decir nada», asegura. 

Para convivir con este tipo de situaciones reconoce que tuvo que mentalizarse. Patricia ya contaba con trayectoria como voluntaria tanto en Zaragoza ciudad como en Utebo, donde vive, pero embarcarse en esta experiencia suponía dar un paso más en cuánto a asumir riesgos.

«Sabía que no era un país fácil, bastante peligroso. Pero siempre había querido hacerlo así, sola, para que la experiencia fuera más enriquecedora. Me costó porque era un viaje largo e iba a ver cosas que tardaría en asimilar y me romperían los esquemas. Al final así ha sido», declara. Incluso llegó a contraer la malaria. Una enfermedad cuyo principal problema reside, no tanto en su gravedad, sino en la falta de acceso a los hospitales y los medicamentos básicos por parte de la población.

Recién llegada a Utebo, hace un balance positivo de sus dos meses como «mondele», término en lingala, uno de los idiomas locales, para referirse a las personas de piel blanca. Le he resultado imposible no empatizar con las chicas con las que convivía y comparar su situación con la de sus hermanas en España. «Una de ellas me preguntó por qué había tenido que nacer en el Congo y por qué su familia no la quiso. La cabeza te hace un click», dice. Patricia tiene la intención clara de volver. «Me preguntaron si iba a volver. Les dije que sí pero no sé cuándo», concluye.